Nausícaa

Preside la tarde interminable
una lenta mirada de los dioses.

En torno a la ciudad abandonada
teje la yedra un muro de fatigas
y el silencio
tañe, solemne, su mágica campana.

Sobre un fragmento de cristal
yacen los sueños.

Al amparo del cerro solitario
en el puerto cálido y oscuro,
Nausícaa
ofrece su adiós al último guerrero.

                           

                                        Barcelona
                                        20/11/1983

La libreta gris. Tercera parte.

X.-

Emigrando, para empezar.

Tras una boda de la que no recuerdo memoria gráfica alguna, salvo, quizás, un pequeño primer plano de mi madre, sonriente…… una boda que siempre dio la sensación de que fue, sin serlo, como a escondidas, el destino fue Barcelona. Teniendo, como tenían, un cierto arraigo en Madrid, jamás se supo el porqué de esa decisión. ¿Qué los llevó allí? ¿El solo hecho de que ya era tierra de promisión? O posiblemente la voluntad de encontrar un nuevo escenario, lejos de toda relación familiar, donde empezar, literalmente, de cero. Porque cero era lo que tenían. Pero, ¿por qué? Parecía más sencillo intentarlo en Madrid, donde él tenía al grueso de su familia y ella había trabajado en la empresa de su tía Rafaela durante bastante tiempo. En algún tenue rincón se esconde, sin duda, un distanciamiento buscado por razones no siempre comprensibles y, desde luego, nunca explicadas. ¿Él estaba herido porque le obligaron a vender, con el pretexto cruel del reparto de una herencia, la papelería en torno a la que pensaba edificar su futuro? ¿Por ello se alejó de todos? ¿Huía de algo mas? ¿O era ella la que no deseaba volver porque había descubierto el deshonesto proceder de sus familiares, propietarios de lo que era una mutua incipiente, en torno a la recién implantada seguridad social?

Sea lo que fuere, Barcelona fue su elección. Y una habitación con derecho a baño y cocina, su primer destino. Frente a los “Jardinets”. Allí vivieron hasta que algunos año después, la puesta en marcha de una factoría automovilística les proporcionó a él su primer trabajo estable y a ella un piso de protección oficial donde cobijarse con su camada. Luego os cuento.

De aquella época era la foto, por supuesto en blanco y negro, donde una joven, cuyo nombre os desvelaré otro día, futura campeona de bolos y luego esposa abandonada en extrañas circunstancias, juega con un niño y unas palomas. Tenue recuerdo de aquellos días. Aparentemente felices. Cerca de la parroquia de los Capuchinos, (un “hola, cordero” incrustado en la memoria evoca a Fray Bernardo), con un entorno amable, al calor de las buenas obras en el Somorrostro, el instante atrapado en la fotografía no permite ver, no desvela todavía una trastienda emocional más compleja. La inocencia del crío flota sobre aquel tiempo que ella evocara siempre como de incertidumbre laboral (algo que, por otra parte, la va a acompañar siempre), tiempo de no llegar nunca puntual a pagar la habitación, lo que recordó siempre con especial amargura por el trato recibido de la patrona, tiempo de sobrevivir empeñando las piezas del ajuar que bordara en su pueblo natal, al calor del brasero, en las frías tardes de invierno, de ver como su esposo, incapaz de encontrar trabajo en una ciudad en la que, sin especial dificultad, podía trabajar de algo quien quería trabajar, se escapaba solo al cine porque, al parecer, solo tenían dinero para una entrada, la de él, claro. Un breve boceto de deslealtades posteriores.

Fue entonces cuando vivió su primer encontronazo con la lengua que nunca aprenderá a hablar. Perdió un buen puesto de trabajo porque colocaron en él a alguien menos capaz y más inexperta, solo porque disfrutaba de un rotundo apellido catalán. Había que oírle contar la historia. Unas veces en clave dramática, otras sacando a relucir una sorna peligrosa, imitando a los protagonistas de lo que, en ese momento, parecía un sainete. Pero lo que cierto es que nadie pudo convencerla jamás de que aquella pérdida de independencia marcó indeleblemente su vida. Fuera o no su plan, quedarse sin trabajo y encinta prácticamente a la vez, selló su destino. Iba a nacer su segundo hijo.

Mar en el mar. (II) y (III)

II.-

Sirena.
De escamas ocres
y gestos infinitos.
Ahuecas
tu vientre deseado
bajo el hálito del viento.

Tu suave gemido,
su música de algas
y corales
me encalla
en tu playa indómita
y sin respuestas.

 

 

III.-

Ruge el mar,
más por nostalgia
que su fiel enojo,
acallando mi voz
y muchas otras voces.

Rompe en la costa
el vértigo profundo y sabio de la ola,
para acabar lamiendo
la playa nacarina de tus senos,
hija del mar.

Se arremolina la sal
entre mis ojos,
mientras te busco, en vano,
a contraluz
y contra el tiempo.

Hojas sueltas (II)

IX.-

 

II.- Una carta

 

                                                                Barcelona, a 12 Diciembre 1.99…

Querido M…….:

Recibí, al día siguiente de que la depositaras en Correos, tu tarjeta y «minuta» de fecha 29-11-9…

Al margen de que coincidió con la mudanza del despacho y la vorágine de horarios y de problemas mil que ello conlleva, he preferido tomarme tiempo para contestarte. No te ocultaré que mi primera reacción cuando interpreté tu envío, sorpresa aparte, fue presentarme en tu casa pero …… dado que has optado por la vía epistolar, aceptaré las reglas que has elegido.

Deduzco de tu misiva que estás dolido y enojado por que mi despacho te facturó el trabajo que realicé para ti con motivo de la compra de tu nuevo consultorio. La verdad es que, en mi ingenuidad, cuando me dijeron que habías pagado mediante un talón a vuelta de correo, interpreté que, sabedor como eres (posiblemente mejor que nadie) de los disgustos que ese tema me ha venido ocasionando tradicionalmente, contento como estabas de mi trabajo, lo pagabas inmediatamente como atención a mi persona.

Y esa deducción, obviamente desacertada una vez desvelado el verdadero sentido de tus envíos, me produce reacciones encontradas.

Déjame decirte, en primer lugar, que me parece que no son maneras de hacer las cosas. Si el envío de la factura te suponía un problema, ¿por qué no me llamaste inmediatamente?. ¿Qué necesidad había de esta serie de gestos (te enfadas si apostillo que los creo más propios de alguien como yo que de una persona de tu rigor intelectual y tu calidad emocional) cuando cogiendo el teléfono podíamos haber hablado en el acto de la cuestión? ¿Qué te impidió llamarme, anticiparme el tema y emplazarme para, como hasta ahora, sentarnos delante de una botella de buen vino y hablar de lo que procediese? No lo entiendo, francamente.

Porque, además, en esos días te llamé para ir a jugar al paddle y no me dijiste ni palabra. Por una desgraciada casualidad (y no busques segundas lecturas, porque no las hay), tuve que suspenderlo y tú tampoco hiciste nada para vernos. Y la mudanza, como te decía antes, hizo el resto.

Pero es que, si en la forma creo que no has estado muy acertado, en el fondo tampoco parece que te asista la razón. Lo he desmenuzado desde varios puntos de vista y no acierto a comprenderte. Entiendo que tu minuta «sin cargo» señala que no podía cobrarte por mis servicios por que una deuda de gratitud eterna para contigo me obliga a trabajar gratis para ti. Es evidente que (¿la falta de práctica?) el redactado de tu minuta es francamente desafortunado. Intento traducirte. Y si me equivoco en la traducción, te pido disculpas anticipadas.

Empiezo por el final. Desde 1.984 hasta la actualidad, me dices. ¿Debo entender que durante todo este tiempo he sido tratado como paciente? Hasta donde me llega la memoria, la maldita memoria, me diste de alta en tu consulta en 1.986, a finales. Y, desde que cenamos en mi casa con P……. (y con el telón de fondo de tu solicitud de oír «You’ve got a friend»), desde entonces …. he pensado que cuando íbamos a cenar, a jugar al billar o a tomar una copa, lo hacía con mi amigo M…, no con mi médico. Y que tú lo hacías con tu amigo Emilio, no con tu paciente. Descubro que ello no era así. Y añado que quizás deberías haberme advertido de ello.

Terapia familiar, me dices. ¿Incluyes allí las veces que has tratado a miembros de mi familia?. Veamos, M…….. Al igual que mientras fui tu paciente, las personas de mi familia que han ido a tu consulta han pagado lo que tu has dispuesto. Hasta donde sé, ha pagado A……, y ha pagado y paga mi hija O……. Lo que has tenido a bien cobrar, lo que ha pedido tu colaboradora encargada del tema. Y cuando te pedí que intervinieras en el tema de mi hermana N……, tanto mi familia como yo teníamos y tenemos la intención de pagar lo que corresponda. Ignoro tus tarifas. No sé si a otras personas les cobras más o menos, ni lo quiero saber. Pero nadie, jamás, ha dado por sentado que nuestra amistad fuera patente de corso para aprovecharse de ti profesionalmente. Y no creo que tú pudieras tener esa sensación fundadamente. Y si alguien se ha colado de rondón en tu consulta y no ha pagado (francamente lo ignoro) ha sido siempre a mis espaldas y contra mi voluntad.

Referencia aparte merece la atención que, en su día, a través del C.A.P., diste a mi madre. Por lo que sé, ella fue honesta contigo y te explicó su situación económica. Y tú la atendiste a través de la Seguridad Social. O al menos eso es lo que tenemos entendido. Hasta que tu te saturaste y la remitiste al C.A.P. que le correspondía por domicilio. Y todo estuvo bien y nadie puso objeciones a lo que tú, libremente, decidías en cada momento. Y si no es así, deberías aclararme el tema. Por que esa es mi percepción de los hechos. Te lo aseguro. Y si por eso se te debe algo, no tienes más que decirlo y mi madre te lo abonará.

Y durante todo este tiempo, me has hecho consultas sobre todo lo que se te ha antojado (cuando vendiste tu piso en Avda. M………. y compraste tu casa actual, de tu renta, de mil cosas que has tenido a bien comentarme), y jamás te he dicho nada. Antes al contrario. Y cuando he podido, en la medida de mis posibilidades, he correspondido a tu amistad con la mía y a tus detalles con los míos.

No puedes ahora, por que te cobro un trabajo, ponerte así. No soy un desagradecido, si es eso lo que te duele. Tu has cobrado a quien has querido, lo que has querido y como has querido. Tú has organizado la cuestión a tu libre albedrío. Y nadie ha tenido ni tiene nada que objetar. Y mi agradecimiento ha quedado patente, no sólo en mis palabras sino, por ejemplo, recomendándote a decenas de personas que han pasado por tu consulta (y a muchas otras que no han querido ir).

Por eso, cuando llega mi trabajo, no tienes derecho a dar por sentado que no debo cobrarte. Mi trabajo es tan digno como el tuyo. Puede que no goce de esa aureola que os coloca a los médicos (señores de la vida y de la muerte) por encima de toda consideración, pero también merece respeto. Y te hice un buen trabajo. Te di un buen consejo inversor. Velé por tus intereses adecuadamente, propicié el final feliz de la cuestión y mi presencia (ponderada incluso por el abogado del vendedor) te ahorró muchos quebraderos de cabeza. Por eso el despacho te facturó, con una bonificación importante, en atención a ti.

Añadiré, si me lo permites, una reflexión final. Pseudofilosófica, si lo prefieres. Además de todo lo anterior, creo que existe otro error en tu pulsión del tema. Dando por sentado, aunque sólo sea a efectos dialécticos, que, en medio de nuestra amistad, pudiera deberte algo, que tengo contigo una deuda de gratitud pendiente, en última instancia soy yo como individuo y como persona, quien decide cómo, cuando y donde la pago. No se cobran las deudas de gratitud, no puedes cobrármela tú. La pago yo. Y creo tener derecho a decidir en qué circunstancias.

Desgraciadamente, este problema no es nuevo. Y siempre lo he resuelto igual. Y tú lo sabes, por que precisamente cuando ejercías de psiquiatra conmigo, supiste de las angustias que me causaba la gente que daba y da por sentado que no les tengo que cobrar. Y por ello, de siempre, cobro a todo el mundo. A mis amigos, con una bonificación. Pero todos pagan. P….. pagó por su separación, por su divorcio, por la venta de su piso, etc…. R… paga. J.. paga. Y la amistad no se mezcla con la profesión. Como entendía que estabas haciendo tú también.

Añadiría un montón de cosas, pero esto va camino de convertirse en algo demasiado extenso. Es posible, en cualquier caso, que no te guste lo que acabas de leer, o que no lo compartas. No tienes más que hacer lo que, entiendo, debiste hacer el primer día. Coges el teléfono y me llamas. Y defiendes tus argumentos delante de la botella a la que antes me refería. Con la misma fiereza con la que te escribo, con el mismo afecto – espero – con el que te escribo. Por que, puedes creerme, si no te quisiera, esta vez hubiera pasado la página como me enseñaste.

Un fuerte abrazo

Emilio

 

                                     

                                                      Al acabar de leerla, antes de reordenar el texto y pasarlo a limpio, recordé la historia. Emilio había hablado de la carta y la peripecia vital que escondía alguna tarde perdida, al calor de las confidencias que desata el vino. Hasta donde yo sé, su carta nunca tuvo respuesta.

Rencores y venganzas

Quizás sea tiempo de rencores. Diques que se rompen, muros que se agrietan. Resquebrajados por el tiempo, ya no resisten el esfuerzo de contener emociones que caminan paralelas, que se han alimentado del recuerdo de días duros, tristes, de situaciones que ha percibido como injustas, ingratas y que le llenaron de pavor.

No se creía a salvo del daño inevitable que conlleva vivir y era consciente de haber causado mas de una herida, profunda en ocasiones. Cuando empezamos a respirar somos inocentes pero, tras vivir, ¿quién puede alegar ingenuidad? ¿Quien se mantiene a salvo?

Durante mucho tiempo se había lamido las heridas. La saliva cicatriza, se decía. Había intentado ignorar los costurones, prescindir de ellos. No mirarlos para no verlos. Soslayar su existencia como fórmula para aliviar la tortura que los recuerdos le suponían.

Pero, últimamente, las contadas ocasiones en que echa la vista atrás, el horror ha regresado a por él. Cierto que atesoraba vivencias hermosas y que podía evocar recuerdos casi mágicos. Pero, sin embargo, a pesar de ello, sobraba horror en su ayer. Y estaba de regreso.

Rememoraba como al principio se había instalado en la perplejidad. La que surge del desconcierto que produce recibir daño gratuito. Era su manera de soslayar el dolor. Vivir, incluso, perplejo por quien era y por todo lo que había conllevado ser así. Lo que había sucedido a su alrededor. De hecho, la perplejidad se había acabado convirtiendo en alimento del exilio definitivo de su alma, de su incapacidad de ser lo que quería ser.

Luego, la perplejidad dejó paso al olvido. “Yo no hablo de venganzas ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón”, había escrito Borges. Y vivió con el olvido. Largas épocas de su vida flotando en ese hálito sedante como forma de sosegar su ánimo. Confiando que el paso del tiempo sería mas bálsamo que angustia. Creyendo que lo había logrado.

Y ahora, de repente, no sabe muy bien porque, tras muchos años, cuando, a pesar de todo, el hechizo de algunas evocaciones lo sumerge en una ensoñación teñida de una serena madurez que está lejos de ser cierta, algo aúlla dentro de él. Algo reclama venganza. Borges giró hacia Banksy. Parecía el camino. “Hay cuatro necesidades humanas básicas: la alimentación, el sueño, el sexo y la venganza”. Pero no resultaba satisfactorio. Demasiado primario, probablemente. Al menos para él. Suspiraba por algo mas sutil. Sin lograrlo.

Algo imparable le movía a seguir tramando sus golpes. Hilvanando argumentos y fabulando escenarios. Alimentando rabias. Sin limites. Soñando con el dolor ajeno como alivio para el propio. Clamando venganza. Venganza, venganza. Día tras día. Sin cuartel. Respirando hondo para que llenara sus pulmones y hallara refugio en su corazón. Al acecho. Los ajustes de cuentas se habían convertido en terreno abonado para su fértil imaginación y su resentimiento. Se ahogaba.

Acabó buscando alivio en Einstein. “Las personas débiles se vengan. Las fuertes perdonan. Las personas inteligentes ignoran” Pero ya había probado esa formula. Sabía que no iba a funcionar. Que no le proporcionaría ningún consuelo. No parecía que pudiera mitigar su cólera. Lejos de ello, su ira iba en aumento.

Pero, para su sorpresa, ella tenía la solución. Parker, la Reina de la Mesa Redonda del Algonquín. Aquella mujer fascinante le brindó su ayuda. De su pluma había salido la solución. “Escribir bien es la mejor venganza”. Y se puso a ello. Con denuedo.

Sabe que mañana, cuando se rompa el hechizo, regresará la vorágine turbadora de un día a día que cada vez le interesa menos, síntoma inequívoco, por otra parte, de que se aproxima a la vejez. Pero espera vivir lo suficiente como para culminar su anhelo. Cobrarse la revancha.

Hojas sueltas (I)

VIII.-

En la caja de Emilio había, creo que ya os lo conté, un puñado de hojas sueltas. Temas aparentemente aislados. Notas garabateadas apresuradamente, borradores apenas abocetados, bosquejos de cartas, …. Como si al no incorporarlos a la libreta gris, hubiera querido dejarlos al margen. Pero dignos de ser tomados en consideración. Algunos teñidos de amargura. O eso me parece a mí. Recuerdos que el tiempo no parece haber mitigado. Están llenas de tachaduras y «pentimentos». Las he «pasado a limpio» y las publico como creo que él hubiera querido. Esta es una de ellas.

 

No money, no show.

No era todavía época de artistas ambulantes por las calles de nuestra ciudad. No era habitual. Algún músico, si. Pero funambulistas, mimos, malabares… esos vinieron después. O al menos, creo recordarlo así. No tenía noción de ello. Quizás simplemente por que estaba tan destruido entonces, mi dignidad andaba por los suelos, que mucho de lo que sucedía a mi alrededor me pasaba desapercibido. Pero de verdad que no los recuerdo.

Malos días. No sé si alguna vez has tenido esa sensación. Nada encaja, nada está en su sitio. Todo lo que intentas fracasa o no funciona. Nadie parece reparar en tu existencia. Cuesta respirar. Una mano atenaza tu garganta. Te pesan los ojos que, además, se pasan las horas al borde del llanto. El latido de tu corazón o es apenas perceptible o se te desboca en el pecho. Como si estuviera o a punto de detenerse o a punto de hacerte estallar el plexo solar y salir huyendo. Aquello no era vida.

Mi amigo, cuasi-hermanos escribiría años después, en un alarde de cinismo, creo que no estaba mucho mejor que yo, pero lo gestionaba de otra manera. Tenía un orgullo que lo mantenía en pie. Para que luego digan que el orgullo no lleva a ninguna parte. Y como aún era mi amigo, estuvo ahí. De lo poco que hubo entonces.

El sinsentido en el que no vivía tenía muchas consecuencias. No todo eran noches insomnes. Quizás ni siquiera era lo peor. Al fin y al cabo…. devoras libros o intentas que la música alivie tu angustia y todo eso que tienes. Acabas haciendo de la necesidad, virtud. No. Lo peor posiblemente fuera que todo ello agigantaba los miedos que venían contigo desde la infancia. Los convertía en titanes que te tomaban rehén sin posibilidad de rescate. Y atrapado, te instalabas en el pánico a todo. Miedo a ir y a no hacerlo. A intentar algo y lo contrario. A decir y a estar callado. Mal compañero el miedo. Creedme.

Y entre mis fobias, la de salir de las fronteras de lo que entonces era mi país. Terror, literal, a lo desconocido. Y ahí mi amigo estuvo al quite. Viajero empedernido, tenia un congreso de su especialidad en Leiden. Y allá que fuimos. En un coche al que él llamaba cariñosamente “el armario” y que debía ser un modelo antiguo de Seat que no soy capaz de recordar. Un armatoste. La verdad es que los coches me han importado toda la vida un comino. Pero esa es otra historia.

Loco del volante, podía estar horas enteras conduciendo. Para mi era incomprensible, pero era inútil razonar con él. Volante y asfalto lo convertían en un tío feliz. Y locuaz. No callaba nunca. Mezclaba temas compulsivamente. Música y paisaje, anécdotas de sus guardias médicas, coches y motos, alguna evocación del colegio, alguna anécdota sobre antiguos compañeros, y de nuevo música y coches. Radiografiaba, mientras las tarareaba, sus canciones favoritas y radiografiaba los coches de su devoción. Y lo dicho. Allá que fuimos. Insomne como era entonces, no tardé en quedar dormido.

Desperté al pie de la Torre Eiffel. Había tenido la humorada de entrar en Paris solo para darme esa sorpresa. Eran las seis de la mañana y hacía frío. La torre estaba cerrada. Ya subiríamos otro día. Una baguette con mantequilla y a Leiden.

Por supuesto, a mi no se me había perdido nada en un congreso de oncólogos. Meritorios, que duda cabe, esforzados, pero una compañía francamente aburrida. Que me perdonen. Así que el destino inevitable fue Ámsterdam. Donde, obviamente, nunca había estado. Centraal Station, Jordaan, Nieuwendijk, Kalverstraat cuando todavía no se sabía una calle cara y pasear por ella era un placer reconfortante, el Singel y el Bioemenmarkt, el mercado de las flores, entre barcazas orilladas en el canal. No estuve muchas horas, pero por razones que desconozco la ciudad se me incrustó en el alma. Sin previo aviso, como por ensalmo, la ansiedad dio paso al sosiego. Y por un rato recuperé la calma y la sonrisa, y esa sensación olvidada de estar bien contigo mismo y con el resto de la humanidad. Y solo pudo ser la ciudad. Porque durante las horas que pasé allí, solo hablé con el camarero del Café Karpershoek, eso sí, en mi lamentable inglés. Era la primera vez que respiraba el aire libre que era la esencia de aquella ciudad. O dicho de otra forma, aunque pueda parecer ridículo porque probablemente lo es, en aquel momento y para mí, era una puerta de salida. Que me permitía intentar dejar atrás un mundo claustrofóbico y pequeño, de creencias simples, obligaciones rutinarias y cotidianeidad mediocre. Y de soledad y desamor. Claro. Luego, con el transcurso del tiempo y los viajes posteriores te das cuenta de que la ciudad tiene más mucho más que ofrecer. Pero aquel día, aquella pincelada era mucho.

Y la plaza Dam. Iglesia, palacio, hotel y monumento. Y los puestos donde comer arenques con pepinillo y cebolla.

Él estaba allí, en el centro. Cama de vidrios, colchón de clavos, botellas, trapos, aros y bastones metálicos. Su tenderete lograba tu atención aunque no quisieras. Y el corro de curiosos fue tomando forma. Unos pocos primero, algunas decenas después. Cuando el zíngaro estuvo cercado por una pequeña multitud, se agachó para coger una gorra cochambrosa. Armado con ella, inició una vuelta al ruedo agitándola levemente, para que los presentes se dieran por aludidos y la llenaran de monedas. O algún billete, claro. Que él no le iba a hacer ascos.

Uno de los curiosos, en el otro extremo del corro, despeinado, tejanos viejos y anorak roto, ojos mezquinos, interpeló al artista. “Hey, man, how are we going to give you money if we have not seen what you know how to do?”. La interpelación sonó como una bofetada. El fulano del anorak roto tenía cara de pocos amigos. Un breve silencio. Frío hasta en las pestañas.

Giró sobre si mismo. Pocas veces he vuelto a ver tanto orgullo en unos ojos. Encaró al entrometido, lo taladró literalmente, paseó la vista por el resto de la gente y escupió: “No money, no show”. No se que hubiera dado por esa fiera dignidad. 

Le llovieron las monedas. Y cuando remató la vuelta y el casquete bullía de monedas, dio comienzo al espectáculo. Ritual antiguo para embaucar a un puñado de curiosos con cuatro trucos simples pero efectistas. Su show. Supervivencia en estado puro. Piel curtida, insensible al dolor. Fuego en la boca, fuego en los ojos. Aquello era dignidad. Lo demás, paisaje.

Una foto ya descolorida, revelada por contacto, vertical, de apenas ocho por cinco centímetros es el único recuerdo material que he conseguido rescatar.

Emilio dejó la foto cogida con un clip a la pagina del relato.

 

 

 

Permitidme rescatar este viejo poema.
A modo de feliz aniversario.

 

Quiero morir
con una sonrisa entre los labios
como sí­mbolo y resumen de mi vida.

Antes he de pintar mis ojos
con el azul profundo que robo a las estrellas
y llenarlos con la luz
de noches con mil lunas.

Adornaré ese día mi vientre
con el recuerdo y el perfume
de otros vientres,
con el dibujo invisible que otras pieles
tatuaron en mi piel

Regalaré la vida que me quede
a los cuatro chavales que gritan en mi calle.
Solo será de ellos.
Me giraré para buscaros
un instante
y sonreír de nuevo,
como cuando erais niñas.

Me vestiré de algodón
de color blanco.
Me sentaré descalzo
en el sillón que habré escogido
como ultimo refugio.

Tendré las manos llenas
con historias
que no voy a contar.
Y cantaré despacio la balada
que aprendí­ de tus labios

Quiero morir tranquilo,
parpadear apenas, dormirme lentamente,
sin darle siquiera
una oportunidad al miedo.

Barcelona
5/7/1983

Las fichas (II)

VII.- 

Ficha B

Libros, música y efectos colaterales.

 

Mis padres no leían habitualmente. No tenían opción. Supongo que no tenían ni oportunidad. Ella nunca tuvo tiempo. Y él no estaba. Sobrevivir era la tarea y cada uno lo hacía a su manera. De hecho, resulta difícil saber si, caso de haber podido, se hubieran aplicado con la literatura. No recuerdo rastros de que tuvieran ese hábito. Pero, aunque pocos, en casa siempre hubo libros. Pensando en nosotros, supongo. Y de ellos mamé a destajo todo lo que pude.

Una librería de salón. Sin pretensiones. Y en ella una breve colección de lo que entonces eran mini libros, de la Editorial Aguilar, Colección Crisol, con un par de decenas de títulos variados. Desde “Sandokan / La mujer del Pirata” hasta “El Cantar del Mío Cid”. Desde Fray Luís de León y “La perfecta casada” hasta “El caballero de Olmedo” de Lope de Vega. Y Tirso, y Calderón, y San Juan de la Cruz, Y Marquina y “En Flandes se ha puesto el sol”. Si, también Marquina. En un rincón de la estantería, sutilmente oculto, el libro del Dr. López Ibor. Y en lugar preferente, lecturas sugeridas para nosotros. Los dos libros de Quoist. “Amor: El Diario de Daniel” y “Dar: El Diario de Ana María”.El teólogo francés, entonces de moda, escribió, entre otros, un par de libros en los que abordaba con un lenguaje pretendidamente moderno una especie de aproximación desde las tesis católicas a la realidad cotidiana. Bajo la ficción de dos diarios adolescentes, se intentaba, tal y como pretende siempre este tipo de autor, teorizar y, sobre todo, adoctrinar a los adolescentes sobre el futuro, marcando la ruta que debía seguir su vida afectiva, y, en especial, su sexualidad. Atentos a los títulos y el matiz masculino/femenino de ambos. Sugerencia, sin duda, del confesor de mi madre, él había dispuesto que esos libros debían formar parte del itinerario formativo de sus hijos adolescentes. Y, disciplinada, así lo hizo. Sin fisuras, como siempre, sin demasiado criterio propio, porque, entre otras coas, esa es la utilidad de un confesor. Esos dos libros y el del jesuita Martín Vigil, “La vida sale al encuentro”, creo que fueron la guía pedagógica que nos brindó en la adolescencia. En especial a mi. Porque, hasta donde soy capaz de recordar, mis hermanos no debieron de leerlos. Ya eran muy listos entonces.

Lector precoz, devoré los tres una y otra vez, en un bucle malsano, intercalándolos, afortunadamente eso sí, con las aventuras de Sandokan (creo que esos libros, los dos primeros de la saga, llegué a sabérmelos casi de memoria), y los clásicos de Crisol. Me fascinaba en especial “El cantar del mío Cid” y la afrenta de los infantes de Carrión. ¿Cómo evitar que la mente desbocada de un niño de doce o trece años no soñara con Yáñez, o con Álvar Fáñez?. Imposible sustraerse al sueño de ser Aníbal, no refugiarte en Capua y galopar a la conquista de Roma. Y luego estaba Lope. Me gustaban y aún me gustan mucho sus obras de teatro. Incluso podría recitar algún trozo, si la ocasión lo merece.

También estuvo la biblioteca del colegio. Si es que se puede llamar así a un armario con puerta de cristal, colocado en una especie de antesala del pasillo por el que los profesores accedían a las clases. Del orden de doscientos libros, mal contados, de historia, biografías y relatos de descubrimientos. Alejandro y Aníbal. Julio César. Los Escipiones. Atila. Ricardo “Corazón de León”. Gengis Khan. Marco Polo. Colón, Cortes, Núñez de Balboa, Magallanes y Elcano. Y Da Vinci. Y Stanley y Livingstone, por supuesto. Y las crónicas de los viajes de Scott, Amundsen y Peary. Que entonces, por su dureza, casi eran relatos de terror. La soledad y la locura impregnaban sus páginas desoladoras. Sin novelas. No había novelas en aquel armario. Bueno. Miento. Había una. Que valía por cien. “La Isla del Tesoro”. Leída varias veces, casi compulsivamente. Confieso que, desde entonces, mi amor por Stevenson no ha hecho mas que crecer.

De los tebeos, otra de mis pasiones, prefiero hablaros otro día. Pero también estuvieron allí.

Quién les había de decir, ajenos, por supuesto, a las tesis de aquellos libros que acabarían por hacernos, por hacerme, más mal que bien. Ignorantes de que aquella visión de la vida y de la realidad me iba a meter en una burbuja emocional totalmente deformante. Desconocedores de que el precio que habré de pagar, años después, para vivir con sus efectos primero y para intentar escapar de ellos después, será extremadamente doloroso.

Pero hubo mas. Amén de los libros, propios o prestados, felizmente, llegó la radio. Y con ella, la música.

Aquel bendito aparato de radio, una Telefunken comprada a plazos, pagada tras no pocas odiseas, fue la ventana. Su capacidad de llenar las horas e inundar la casa de música fue media vida. Había otras cosas, claro. Desde el “Ángelus”, “el Ángel del Señor anunció a María….”, hasta “el parte” de la Radio Nacional que fundara Millán-Astray y que entonces aún destilaba fascismo por todo el dial. Y Radio Miramar. Y Radio Juventud. Pero, sobre todo, estaban los programas musicales y “de variedades”. Para mi, un programa de radio en especial. No consigo recordar ni nombre ni emisora. Discomanía o El Gran Musical. No estoy seguro. Pero no olvidaré jamás la sintonía. The Marcels. Aunque entonces no pudiera saber el nombre del grupo porque ninguno de los locutores se hacía eco de ella, la especial y singular introducción de “Blue Moon” era magia. Escuchadla. “Bom ba ba bom ba bom ba bom bom ba ba bom ba ba bom ba ba dang a dang dang. Ba ba ding a dong ding Blue moon moon blue moon dip di dip di dip Moo Moo Moo Blue moon dip di dip di dip Moo Moo Moo Blue moon dip di dip di dip. Bom ba ba bom ba bom ba bom bom ba ba bom ba ba bom ba ba dang a dang dang Ba ba ding a dong ding”. Una chifladura “doo wop” fascinante. Una onomatopeya musical inconfundible. Con ella empezaba todo. Una sintonía que te daba acceso a un mundo maravilloso.

«Blue moon, now I’m no longer alone
Without a dream in my heart
Without a love of my own»

y que abrió la senda a lo que luego fuera casi toda la música del mundo.

Aunque a ella, a mi madre, quien le gustaba de verdad era Gloria Lasso. “Luna de miel”. “Nunca sabré cómo tu alma ha encendido mi noche. Nunca sabré el milagro de amor que ha nacido por ti. Luna de miel”. La votaba por las noches, escribiendo breves cartas al final de una jornada eterna, para que volvieran a ponerla en uno de aquellos programas en los que los oyentes podían decidir quien era el o la mejor cantante o canción. Y la oías tararearla suavemente mientras se acostaba en aquella cama casi siempre vacía. Y, por supuesto, todos los sábados, “Fantasía”. De la mano de aquellos cuatro monstruos radiofónicos. Almendros, Fernández, Arandes y Gallo. Y los inacabables duelos entre “dinámicas” y “guardiolistas” que siempre le producían una sonrisa escéptica. Ventajas de la equidistancia musical. Aunque siempre sospeché que los matices de la voz del inefable “Pepe Hucha” no le desagradaban en absoluto.

Mi padre tenía gustos mas eclécticos. Flamenco, claro, que por algo había nacido en la tierra de María Santísima. Y rumba. Como no podía ser de otra manera, rumbero él para muchas cosas. Bambino y Peret. Y “El Pescailla”. Pero también baladistas románticos, tipo Tom Jones o Engelbert Humperdinck. Y luego, tiempo después, eso si, José Feliciano y Simon & Garfunkel. Moderno él, para casi todo. Aunque eso fue después. Mucho después.

Pero de la mano de la Telefunken, se empezaban a respirar otros aires. Sobre todo, porque permitía atisbar que hay afuera estaban pasando cosas, había otros mundos. Los Sirex, Los Brincos, Los Salvajes. Y, claro, The Beatles y The Rolling Stones y toda la oleada de pop-rock británico: The Hollies, The Who, The Animals. Y aquel loco maravilloso de Them, el irlandés que, entonces no lo sabía aún, iba a acompañarme el resto de mi vida. Y Dylan. Y los Beach Boys y “The Mamas & The Papas”. Y Tamla Motown. La maravillosa música de “la joven América”. The Miracles, The Supremes y The Four Tops, mi segundo single:

“Reach out (reach out for me.)
I’ll be there, with a love that will shelter you.
I’ll be there, with a love that will see you through.
I’ll be there to always see you through”.

Y, claro, Otis Redding y Aretha Franklin. Mi otra única devoción verdadera. Y los cantautores. El inicio de una ruta inacabable, el comienzo de una aventura que aun persiste.

Bendita Telefunken                 .

Y, mensajes genéticos al margen, esa fue una parte del material básico con el que se forjó mi barro primigenio. Una mezcla inverosímil de libros escogidos entre la “guía espiritual” y la casualidad, llenos por igual de guiños rancios y de aventuras sin fin, para llenar un corazón adolescente de sueños inverosímiles y de ideales absurdos. Y, al rescate, la música que irrumpía entonces como un torrente que iba a sacudir nuestras vidas. Lo que parecía una simple forma de evasión acabó por convertirse en una medicina singular para paliar los efectos del complejo mundo emocional en el que debíamos vivir, prisioneros, sin duda, de lo que trataba de conformar nuestra propia esencia, aquel sincretismo de religiosidad, fascio y machismo que mamábamos desde el origen, que formaba parte de nuestro ADN, que se incrustaba en nuestra mente y tatuaba nuestra piel. Códigos e ideas inaceptables. Y un fango espeso en el que estuvimos chapoteando, aún sin saberlo, demasiado tiempo. El que tardó en llegar la curación.

 

“And I wanna make love to you yes, yes, yes
when the healing has begun»

“And The Healing Has Begun”
(“Into The Music” 1979 Van Morrison)

Las fichas

VI.-

Un puñado de fichas, aparentemente sin clasificar. Algo caóticas, si se me permite la expresión. Pero un caos hermoso. O al menos a mi me lo parece. Os transcribo algunas.

 

Ficha A

El chico sin raíces. Barcelona. Zaragoza. Gallur. Sádaba. Sofuentes.

Un charco untuoso con un oscilante arco iris flotando en la leve capa de gasóleo. Es la estación de Gallur. No recuerdo porque razón, pero he viajado solo hasta Zaragoza. La figura de mi padre en el andén de la Estación de Francia, perdiéndose en el ángulo muerto que la curva del propio apeadero obliga al tren, uniendo sus manos sobre el pecho en un simbólico abrazo, en un gesto que automatizaré desde entonces como muestra de afecto máximo. Una leve angustia delata, en su rostro, el miedo a dejarme con mis pocos años solo en el tren. Un abrazo a distancia, probablemente el más cálido que nunca me dedicó. En el bolsillo llevo un limón de caramelos, envuelto en un celofán levemente verdoso, troceado en gajos azucarados. No ha sido posible resistirse al encanto del vendedor que con su carrito ambulante camina paralelo a las vías vendiendo golosinas.

Zaragoza. Y luego Gallur. Un electro-tren, cuasi plateado y sucio, frágil, con un leve aire como de juguete, parecido al tren eléctrico que soñaba conducir por las imaginarias vías del salón de casa. Otro de esos recuerdos mágicos, otra de mis evocaciones inmarchitables. Siempre amaré viajar en tren. Siempre lamentaré no haber sabido, cobarde, hacerle un quiebro al destino que me hubiera permitido viajar en mis años jóvenes por toda Europa, en tren.

Desde allí, desde la estación de Gallur, “la Renfe”, un viejo autocar, de sempiterno olor a mareo, siempre lleno, recorriendo destartaladas carreteras comarcales, entre campos de cereales pespunteados por alguna acequia. Lleno de maletas, bolsas, atados, fardos, jaulas. Sádaba. Más ajetreo. Subidas y bajadas. Algún grito con el inefable acento de aquellas tierras.

Y, por fin, la tartana. A las riendas el cartero manco, precisamente cartero por manco, de tenue bigotito, de voz meliflua y de gestos vagamente autoritarios. La tartana. Se crea o no, idéntica hasta en sus últimos detalles, menos en el muñón perennemente vendado de su conductor, idéntica a la tartana de papel de Aguirre, el hábil vasco. Portento de la papiroflexia, capaz de crear con un trozo de cartulina los juguetes más insospechados, el vasco Aguirre me ha regalado pocos días antes, sin haberla visto jamás, una tartana de cartulina blanca igual a la que ahora me espera al bajar del autobús en Sádaba. Con el cartero manco a las riendas. Mutilado de guerra y amo y señor de la ruta final de mi viaje.

Regreso solo un momento a la residencia de solteros. El vasco Aguirre, a ratos salido de un cuadro de “El Greco”, a ratos cantor, y siempre sonriente en su altura. Intimo de Rafa, el hombre del servicio médico, eterno compañero de mi padre en inacabables partidas de mus, una de las pocas bellas personas que me ha sido dado conocer, mentor dotado de una ternura infinita y de un humor que solo una tragedia personal posterior acabará cuarteando, como casi siempre, cuando con el tiempo se convierta, literalmente, en el vecino de arriba. Un puñado de varones refugiando su soltería en un entorno que se abre a mi presencia y la de mis hermanos de la mano de mi padre, el único casado que siempre tiene tiempo para ellos. Otro día os contaré la historia de Rafa.

El trote del caballo que tira de la tartana, por un camino que tardará decenas de años en ser una carretera mínimamente normal, hace temblar toda la estructura de tela, cercana en su ondular al de la cartulina de Aguirre. Se esmera el caballito. Sufre en algunas cuestas y descansa levemente cuando toca descender por las suaves ondulaciones de la carretera.

Mi madre, de la que llevo mucho tiempo alejado por razones que aún hoy no sé, pero que intuyo, está mas cerca. Atardecer. La puesta de sol tiñe los trigales de un ocre casi sanguinario. Al borde del incendio pictórico y emocional que nunca podré olvidar y que viajará siempre conmigo hasta cualquier rincón del mundo. Jamás otra puesta de sol como aquella. Quizás algunas mas bellas, en África, en la franja de Caprivi, sobre el Chobe, pero ninguna tan preñada de esa dulce melancolía, de ese anhelo que precede al reencuentro. Cerca ya de mi madre tras fechas de separación. Cerca de Sofuentes, principio y final, gloria y miseria, el único rincón donde creí tener raíces…… Algo que quizás se revele como banal a los ojos de muchas personas. Raíces. Pero que cobran su importancia cuando la vida te va empujando a creer que no eres de ningún parte. Un desarraigo que acaba por moldearte aunque no quieras. Que te deja sin referentes para algunas cosas y que te convierte, sin tu saberlo, en rama mecida por el viento.

Y tras una curva, final de viaje. Sofuentes, toda la ilusión de entonces y toda la miseria que vendrá después. Aunque, afortunadamente, aún no lo sé. Y nada perturba la magia del momento. Lo otro … lo otro, aún tardaré años en descubrirlo.

Poemas mellizos

Escribo mis canciones de amor
en tus paredes vacías,
en tus desiertos líquidos,
en recovecos que azotan mi memoria.

Me acuesto en los rincones
más oscuros, me tiendo,
dormito
y descubro desazones
en pequeñas claridades
teñidas de alientos y latidos.

Camino por callejas grises,
tuerzo esquinas
carentes de sentido,
sumerjo mi gesto
entre los guiños y las dudas
que pueblan los semblantes.

Palpito levemente al encontrarte,
escucho un golpe seco, una esperanza
y
te canto.

Escribo entonces
mis canciones de amor,
acompasando ritmo y desencanto,
en tus paredes vacías.

———————————–

Escribo mis poemas de amor en tus paredes vacías,
durante noches insomnes y eternas,
entre las brumas ardientes de la negrura que no cesa,
entre la desesperanza y el miedo,
anhelando el amanecer que nunca llega.

Escribo compulsivamente, entre la risa y el llanto,
intentando comprender algunos días
que permanecen siempre en mi recuerdo,
buscando sin cesar una respuesta
a tanta soledad como atesoran mis huesos.

Escribo para escapar de ti, de la locura que supones,
sobre páginas blancas que me ahogan
inmisericordemente,
como la espuma incesante de las olas
golpea al náufrago indefenso,
como el humo que anega los pulmones.

Escribo poemas que nunca finalizo
porque me vence la noche
porque no logro expresar lo que de verdad pretendo
siempre atenazado por el miedo.
Y porque sé que, finalmente,
acabarán ornando tus paredes vacías.