Para Juan José Román.
Sigue luchando, amigo
No fui al colegio hasta los seis años. Nunca supe por qué no fui antes, teniendo en cuanto que por entonces ya había en casa dos críos más y que, de ellos, la tercera le costó a mi madre una mastitis terrible, que a ella la dejó exhausta y, en mi retina infantil, imágenes difíciles de olvidar. Pero cuando, empezado el curso, mi madre, por fin, se decidió a dejarme ir, y me incorporé a la clase de D. Enrique, ya sabía leer. En casa se preocuparon de que aprendiera y a fe que lo hicieron a conciencia. Hasta tal punto de que leer es, sin duda alguna, la pasión de mi vida, eso sí, si exceptuamos la otra, que mas que pasión, igual es debilidad.
Y sin pretenderlo, me convertí en un lector voraz, casi compulsivo. Creo que en algún otro momento ya he contado que devoré la biblioteca del colegio. Y los libros que había en casa. Y periódicos. A diario. Pero, además, y sin tregua, leía tebeos.
Ahora son comics, pero entonces, cuando los descubrí, vía, por supuesto, “El Capitán Trueno” y “El Jabato”, cuando dedicaba horas y horas a empaparme, día tras día, de aquellas viñetas maravillosas … solo eran tebeos. O, al menos, así los llamábamos entre nosotros. Tebeos. Una palabra que evoca la magia de un conjuro inigualable, el vuelo incontrolado e incontrolable de la fantasía, el mundo de un niño que soñaba con emular al “El Príncipe Valiente”, en un entorno vital en el que, salvo el cine, no siempre a nuestro alcance, las imágenes eran un lujo, un extra que lucía en el escaparate de la librería o en los estantes del quiosco cercano.
Y daba igual. Aventuras de caballeros medievales, con o sin antifaz, o de proscritos romanos, o hazañas bélicas, o de periodista-detective, o de … risa, porque los llamábamos así, “de risa”…..daba igual “Zipis” que “Zapes”, “Urracas” que “Rompetechos”, “Carpantas” que “Ulises”, o los inefables “Mortadelo y Filemón”. Lo importante era dejarse llevar por la alquimia de las viñetas. Aquella realidad alternativa que te transportaba, ocasionalmente, lejos de la realidad cotidiana.
Por otra parte, conviene apuntarlo, eran mas asequibles que los libros. Y, ahora os cuento, resultaba mas sencillos conseguir. Ejercicio de ingenio, de picaruelo de poca monta. O eso me parecía a mi.
Porque, si leerlos era una suerte, poseerlos era un privilegio que empecé a perseguir con entusiasmo sin igual, a pesar de que, todo hay que decirlo, una economía como la de un párvulo como yo no se podía permitir esos lujos. Máxime si, además, el coleccionista que había en mi, empezaba, también, a abarcar el de los cromos. Aunque esa es otra historia. El incipiente coleccionista que el tiempo se encargó de apuntalar ya empezaba a combatir los desafueros afectivos haciéndose con casi todo aquello que le atraía indefectiblemente. Pero coleccionar tebeos no era factible. Guardarlos en casa hubiera dado al traste con el “ciclo económico” que permitía leer cuantos más, mejor. Así que se trataba de comerciar con ellos.
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Era una farmacia de las de toda la vida con un farmacéutico recio y calvo, con gafas bifocales y voz serena. Don Rafael. Auxiliado perennemente por su esposa, que, probablemente, era la que gobernaba el establecimiento. Desgraciadamente los archivos de mi memoria no conservan su imagen. Creo que se llamaba Magda y quizás tuviera el pelo claro, pero no consigo ponerle rostro. Y no será porque no tuviera, años después y sin proponérselo, una influencia decisiva en mi vida.
La farmacia, como no podía ser de otra manera, era uno de los centros neurálgicos del barrio. Situada en una esquina estratégica, tenía la puerta orientada a la calle Mecánica, pero era a la otra calle, la calle Fundición, a la que daban los dos escaparates más grandes. Altos, bastante vistosos en su singularidad, contiguos, y junto con la vitrina situada al lado de la puerta de acceso, conteniendo todo el despliegue publicitario que precisaban los productos farmacéuticos de la época.
En medio de esos dos escaparates, una puerta inutilizada dejaba un hueco del orden del metro y medio aproximadamente, que tenía un suelecillo de cemento que permitía exponer mis preciados tesoros. Imaginadlo por un momento. Todos y cada uno de mis tebeos, extendidos, con unos cuantos guijarros, del tamaño adecuado, para evitar que pudieran volar en un golpe de viento, pero que no impidieran mostrar adecuadamente las siempre atractivas portadas de la mercancía.
Y, por extraño que parezca, muchas de las personas que transitaban por aquel cantón se detenían, primero a mirar a aquel crío, que aparecía allí de vez en cuando, para, luego, ojear la oferta. Y no eran pocos los que preguntaban precio y se llevaban alguno. De hecho, más de un día y más de dos, acababa por venderlos todos. Mi “mercadillo” funcionaba casi siempre. Aun ahora me sigue pareciendo increíble.
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Un tebeo caro por dos más baratos. Alejandro no te perdonaba ni un céntimo. Ya apuntaba maneras. Pero luego Juanjo, que siempre fue un buen chaval, desinteresado como luego, muchos años después tuve ocasión de volver a comprobar, era distinto. Te cambiaba tebeo a tebeo, sin importar el precio. El secreto estaba en mejorar en ese canje el valor de tus posesiones. Ibas a su casa, te enseñaba los que tenía y, si había suerte, salías con cuatro o cinco tebeos para leer que marcaban un precio mas alto. Y a leerlos para acabar, de nuevo, en casa de Alejandro. Y allí, eso si, otra vez céntimo a céntimo.
Y a repetir el ciclo tantas veces como se pudiera. Hasta que, agotadas las opciones, porque todos los tebeos estaban archileidos, y se había cerrado el circuito de intercambios, acababan en el puestecillo ambulante de la farmacia, a la venta. Y era entonces donde el haber cambiado tebeos caros por tebeos algo mas económicos cobraba todo su sentido. Tenías mas tebeos para vender.
Recuperado una parte del dinero, el ciclo volvía a comenzar. Modestos juegos de “petit coquin”, como me llamó un día Don Eladio, aquel bendito profesor de francés, de ojos claros y de nariz achatada, en uno de sus extraños golpes de malhumor. Y nuevas viñetas con las que disfrutar, nuevas historias para alimentar el fuego interior de la imaginación, para transportar a un maravilloso mundo de aventuras al comerciante de pacotilla, al pequeño vendedor de tebeos.
Harold Foster publicó, por primera vez, viñetas de su comic,
“El Príncipe Valiente”, el 13 de febrero de 1937
Henry Hathaway estrenó su película, “El príncipe Valiente” basada en el comic en 1954, con un joven Robert Wagner de protagonista. Tenía 24 años. La vi, muchos años después, en el “Cine Capri”
El capitán Trueno se publicó por primera vez en 1956. Su principal creador nunca ocultó la influencia de Foster en su obra.
Mi primer curso fue el de 1958-1959. Fuí a la escuela con el curso empezado, sabiendo leer.
Me habían enseñado en casa mi madre y mi madrina.
Lo que os cuento ocurría sobre 1964 o 1965