Lo que no quiere el soberbioso……….

Los refranes de la abuela.

I.-

Benditos refranes. La abuela no se los quitaba de la boca. Uno para cada situación; con su inevitable moraleja, que era lo que realmente le gustaba del refranero. La sentencia que cada dicho desprendía. Ella era así. Sentenciosa siempre, la verdad.

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Todavía hoy es, o eso parece, un rincón perdido entre decenas de huebras resecas. Una esquina de las Cinco Villas, tan cercana al limite con Navarra como que esconde algunos campos que son, en realidad, mitad aragoneses, mirad navarros. Un puñadito de casas en un otero, al pie de la Sierra de Peña, que luce, con orgullo, su pasado romano, evidente tanto en el origen de su nombre como en los trazos que pueden verse en algunas de las piedras sillares de sus casas. No en vano se emplearon, en tiempos, bastantes restos de ese pasado para edificarlas.

Y hace años, hace ahora algo mas de 50 años, era, además, el paisaje de nuestra infancia, el lugar remoto donde pasábamos veranos enteros.

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Agosto. Ni siquiera la noche te daba tregua. Apenas apuntaba el amanecer, que el sol y el calor de la mañana ya eran asfixiantes. Y la polvareda que envolvía al pueblo, apoderándose de él, lo hacía todo aún más agobiante. Se trillaba en todas las casas, a destajo, para evitar que una inoportuna tormenta de verano perjudicara las mieses que aún se secaban en las eras. Primero habían llegado las cebadas, luego trigos y centenos. Las avenas siempre quedaban para el final. Y carros y galeras recorrían, tirados por mulas jadeando al límite, las calles del pueblo. Se acarreaban mostelas de haces, mieses de toda clase, aperos de trilla y recambios, para regresar con sacos rebosantes que se depositaban al resguardo del granero. Esa actividad frenética, ese ajetreo continuo, cubría toda la pardina de una nube asfixiante. El polvillo que la paja soltaba al ser aventada, al que se sumaba el que levantaban caballerías y carretas, permanecía en suspensión mientras duraba la agitación. Y allí, en medio de todo, respirando como podíamos, vestidos de cualquier manera, agitanada la piel, con la boca reseca y sudando a chorros, estábamos nosotros. Uno de nuestros tíos dirigía esas labores y lo hacía sin compasión. Cuando reclutaba a la chiquillería, casi siempre, no concedía tregua. Dirigía las operaciones con puño de hierro, estaba en todas partes y el rugido permanente de su voz, salpicada siempre de un vocabulario que se volvía aún mas soez de lo habitual bajo la tensión de la trilla, lo dominaba todo. Y exigía de nosotros como si fuéramos peones contratados. No en vano éramos de la casa. El grano para la familia debía llegar rápido y bien al granero, y no cabían distracciones. Escabullirse, tan solo intentarlo, era alta traición. Se libraba una guerra en la que no se hacían prisioneros.

La trilladora tosía porque era antigua. Y de vez en cuando se atascaba. Pero el tío Alberto, que ya empezaba entonces a tener la cara de boxeador sonado que le caracterizó el resto de su vida, tocaba un tornillo aquí, ajustaba una correa allá, y lograba que siguieran funcionando, milagrosamente. Que duda cabe que eran sus habilidades mecánicas las que lograban eso, pero nosotros, pobres infelices, estábamos convencidos que todo se debía a la magia que residía en el trapo que llevaba en el bolsillo de atrás del pantalón, y más concretamente, en la grasa que lo impregnaba.  Grasa milagrosa, pensábamos.

El tratorico también tosía. Allí todo se estaba haciendo viejo. Y aquel armatoste, que había salido de donde ni se sabe, tenia que mantener en marcha el mecanismo de la trilladora. Lo que lograba con dignidad, pero a duras penas.

Las gavillas seguían llegando desde los campos. Y cortábamos los fencejos con un giro seco de muñeca y en el mismo instante desparramábamos la mies al inicio de la banda elevadora. Esta atrapaba la mies y la depositaba en la boca insaciable de la trilladora. Que devoraba sin cesar, engullendo el cereal hacia el tambor de peines, luego hacia el cóncavo y, finalmente, hasta ventiladores y zarandas, donde se remataba el proceso. Todo esto, siempre sin quitarle ojo a las dos bocas laterales de ensacado que escupían grano. No se podía fallar en el momento de cambiar de un saco a otro para que no se perdiera ni un grano del preciado cereal.

La pausa del almuerzo, pan y tocino normalmente, había sido, como siempre, breve. Pero la parada para comer era sagrada. Todo el mundo había trabajado duro y había que reponer fuerzas. Y restañar heridas y aliviar magulladuras. Las hoces para desgavillar los haces cortaban como navaja barbera y eran frecuentes los tajos en los dedos, fruto de nuestro afán de ir mas deprisa todavía. Y abundaban los cardenales, fruto de golpes involuntarios en medio de tanto trasiego. Nada mejor, entonces, que las ensaladas, los guisos de carne o legumbres; algunos días algo de caza, y siempre el pan de hogaza del horno de Mari Carmen. Regado con vino de la Cooperativa, vino recio donde los hubiera, que aguardaba en botas a la sombra, pero que, cuando te lo dejaban probar para incentivar tu aportación, raspaba en la garganta y quemaba en el esófago. Suerte del agua fresca de los botijos.

Y después de comer, cuando el sol era plomo derretido y no había ser humano que resistiera su acoso, el frescor de las falsas. La siesta. La somnolencia de la digestión y el agotamiento de la mañana eran suficientes para que no tuvieran que insistirnos, a pesar de que, por lo general, inquietos como perdiganas, la cama no era nuestro refugio favorito. Pero a los cinco minutos, dormitábamos todos.

Un par de gritos y a reenganchar en el tajo. Sol y más sol, sudor y más sudor, el último esfuerzo del día, los últimos gritos, los últimos sacos. Y a la hora de la merienda, a la chiquillería, por fin, se nos permitía librar.

Impacientes, el hambre volvía a ponernos alerta. Porque, además, esa comida era, de todas las del día, la mejor. La abuela la organizaba con precisión matemática. Y siguiendo un ritual invariable: los lunes, pan con aceite y azúcar, los martes, pan con chocolate, los miércoles, tortas, los jueves, magra de jamón con pan, y los viernes, pan con vino y azúcar. Sábados y domingos se dedicaban a los dulces que se elaboraban en la casa: de sandía, de higo, de tomate…. Rebanada de pan y dos cucharadas soperas de dulce.  Y acudían todos los nietos. Todos los que estuvieran ese día en el pueblo. Tomando en cuenta que tenían treinta y ocho y que en agosto estaban casi todos, los habituales del pueblo y los que llegábamos desde Zaragoza o desde Barcelona, a nadie se le oculta que la merienda era un jolgorio sin igual, que llenaba la cada de risas y voces, un espectáculo alegre y colorido. Una especie de verbena cotidiana, a la que solo le faltaba la música y los farolillos multicolores. Recibíamos por orden de edad, rigurosamente y, por lo general, en la cara se nos dibujaba un rictus de felicidad. Las raciones eran generosas. Y las devorábamos¡¡

De todos los primos, no sé bien porque, mientras escribía, me ha venido a la cabeza el cuarto de los hijos del tío Jesús, que, amén de ser el mayor de los hermanos vivos, (el primogénito había fallecido en el 39), vivía allí, cuidando los rebaños de su suegro, proveyendo de carne al pueblo, cultivando algunos campos de secano y la huerta familiar. Su cuarto vástago se llamaba Javier, en atención a la devoción que su abuela Elisa sentía por el santo jesuita, cuyo castillo natal estaba apenas a 40 kilómetros del pueblo. Era más joven que yo, un buen puñado de años de diferencia, pero verano tras verano coincidíamos y nos convertíamos desde el primer al ultimo día de mi estancia allí, en compañeros inseparables, cómplices de toda suerte de correrías: robábamos brevas y almendrucos, cogíamos moras de los zarzales del arroyo, encorríamos perdices, acompañábamos a los pastores, y, día sí día también, éramos aliados para todo lo que se nos ocurría: triscar por los rastrojos, bañarnos en la arboleda, asaltar el granero del abuelo para hundirnos en el trigo, bajar a por agua con el burro y las anganetas de seis cántaros, y abastecer de agua toda la casa, un no parar de tareas y trastadas ….. hasta que tocaban o diana o llamada y había que acudir al tajo. Mucha complicidad, en resumen. Que rara vez se quebraba. Y si en alguna ocasión, en que, fruto del temperamento o de distintos puntos de vista, aparecía alguna diferencia, nunca fallaba la sabia aportación de la tía Ana, con su saber hacer, su sentido de la equidad, y su legendaria “mano izquierda”.  Colegas y cómplices. Lo mejor de la vida. O eso creía yo.

Javier era de los primeros en acudir a merendar. Nunca llegaba tarde. Y hacía buen papel. No dejaba ni las migas. Había pasado épocas en su vida, de mas chaval, en los que comer era para él una tortura. Sopa y pollo era todo lo que toleraba, para desespero de sus padres, excelentes comedores ambos. Pero con la pubertad había experimentado un cambio y se apuntaba a todo. Por eso, aun resulta más extraño lo que ocurrió aquel día. Era jueves y la abuela había subido a la falsa de los jamones y había bajado con el plato de magras. Cabe decir que allí, entonces, el jamón no se cortaba como ahora, en lascas finas, sino que el cuchillo ahondaba en el jamón y separaba lonchas grandes y largas de medio centímetro de grosor. Que iban directas al pan. Magras. En aquel pueblo el jamón se comía así. Magra tras magra. Y nosotros las devorábamos con fruición.

Todavía es un misterio por qué aquel día Javier organizó aquel barullo. Que si su magra era mas delgada que la de los demás, que el vivía allí y como iba a menudo a ver a los abuelos, tenía derecho a pasar delante de los demás, que si ahora él era el favorito del abuelo, que si ya le tocaba a él, que nosotros éramos ya muy mayores. Un sinsentido repentino, que casi nadie entendió, y que culminó con mi primo dando un portazo y saliendo de allí llevado por mil demonios. Eso si. En su furor, se dejó la magra. Y la tía Ana miró a mi abuela. Y mi abuela miró a mi primo Pepe, que todos sabíamos que era un tragón. Y Pepe me miró a mi. Y no hizo falta mas. Pepe puso cara de “como despreciar una buena magra de jamón”…¡Y como casi había terminado la suya, no le supuso sacrificio alguno engullir la de Javier!

A la tía Ana y a la abuela se les escapaba la risilla por la comisura de los labios. Y, como os he dicho, sentenciosa ella, la anciana, en un susurro, tiró de refrán: “Lo que no quiere el soberbioso, se lo come el goloso”. Refrán como colofón. Y moraleja. Aquel día, lo que Javier despreció, se lo comió Pepe.