¿Qué era lo que más le sorprendía del poeta y editor de Seix Barral?
“Creo que él, como muchos de esa generación, tenía algo muy religioso, protestaba como por un contrato no cumplido, porque la vida no tendría que ser desagradable, el dolor no tendría que existir, las cosas debían ir bien… Pero las cosas van mal, el dolor existe y la vida puede ser desagradable. La vida no está aquí para juzgarla sino para vivirla. No hay que protestar porque junto a la montaña hay un desfiladero”.
EL PAIS
22 de diciembre de 2015
De una entrevista a Salvador Paniker,
de Andrea Aguilar.
Hago un alto en la tarea que me ha absorbido durante semanas. Muchas horas trabajando en los papeles de Emilio. He corregido notas, recopilado hojas sueltas, aclarado dudas sobre tachaduras y borrones, clasificado fichas y, de la mano de todo ello, he descubierto, del amigo que conocía, facetas que ignoraba sobre la otra persona que mi amigo también era.
Está atardeciendo. La luz del crespúsculo se apodera de la habitación en la que trabajo y el penúltimo rayo de sol, antes de fundirse con el horizonte, ilumina la estancia con una calidez distinta a la de otras veces. O eso me parece a mi. Bebo pausadamente. Sorbos cortos. El licor impregna mis papilas, mientras vuelven a mi memoria plegarias de antaño. Hacia años que no lo hacía, agnóstico militante como soy. Pero luz y licor me llevan hasta ello y activan remembranzas olvidadas.
Invoco a mi amigo.
La persona que conocí. Sus ojos negros, su leve sonrisa entristecida por contratiempos y desengaños, su corpachón torpe pero tierno y su talante cordial y afectuoso. Un ser humano inseguro, sutilmente triste, que, según solía confesar, parecía mas de lo que era.
Y el personaje oculto, ese que aflora en sus escritos, que sigo ordenando con pasión, a la búsqueda de las aristas y escondrijos del Emilio que no conocía.
El atardecer ha dejado paso a la leve penumbra del ocaso, solo agrietada por la tenue luz de una lámpara de pantallas verdiazules, lo que da a la estancia un aspecto algo fantasmal. Fluyen los recuerdos. Pausadamente. Una cámara lenta desgrana secuencias que creía arrumbadas. Emilio ríe débilmente. Como arrepintiéndose de esa risa que parece que la vida no va a permitirle. Una sonrisa clandestina. Como engañando al destino. Como con miedo a desafiar a los dioses, con el temor de que se sientan celosos de su alegría y opten por punir su osadía. Sus ojos delatan miedos ancestrales, grabados a fuego en sus genes, tatuados en su piel que, a pesar de todo, no le impiden militar en el pesimismo vital del que blasonaba en alguna oportunidad. ¿Pesimista vital o, como diría Sérgio Rodrigues, positivista desilusionado?
¿Modesto o inseguro? Las dos cosas a la vez, afirmo, aunque mas lo segundo que lo primero. Tras una apariencia de persona sólida se escondían inseguridades sin cuento. Desconcertado, sin rumbo muchas veces, ¿era sensible o era débil? Lo debilitaba la sensibilidad, sin duda, atrapado en ese mundo pseudosartriano que le impedía ser feliz si no veía felices a los demás. Y eso lo convertía en alguien muy atormentado. ¡¡Creía que la vida debía ser “de otra manera”!! Y, sin embargo, en ocasiones encontraba el modo de sacar fuerzas de flaqueza y sobreponerse a situaciones que hubieran destruido a cualquiera. Acumulaba tragedias personales con la misma sorprendente serenidad, con la misma naturalidad con la que otros, por ejemplo, coleccionan pintura. ¿Miedoso o cobarde? No sabría decirlo. Sin duda tenía miedo en muchas ocasiones. Un miedo heredado, mamado para ser exactos. Fruto de su origen, de lo que se vivía en aquel pequeño piso, donde la clueca protegía a sus pollos y, sin saberlo, no lograba mas que debilitarlos. Y creció con ello. Probablemente si algo hubo de heroico en su vida fue la manera como lo combatió siempre. Aunque no siempre logró vencerlo. Pero cuando tuvo que hacerlo, la cobardía quedó en segundo plano y se atrevió.
Si hubiéramos preguntado a sus convecinos, a la gente del barrio donde se crió, hubieran hablado de un buen chaval, nacido de familia humilde pero complicada, muy hecho a su entorno mas próximo, tímido, siempre necesitado de afecto. Siempre en segundo plano, no destacaba por casi nada. Estudiante normal, con mucha memoria, eso si…no era demasiado buen deportista, no era creativo, no era hábil, no tenia cualidades de esas que, a simple vista, llaman la atención. Pero el conjunto no era desdeñable. Cuando tocaba, siempre estaba allí. Hasta el punto de que muchas veces acostumbraba a ser la solución de los problemas…. hasta que, luego, empezó a ser tan sólo el problema. Pero eso os lo cuento otro día.
Todos coleccionamos deslealtades. Ajenas y propias. Pero Emilio era un caso singular. Su catálogo de deslealtades ajenas agrupaba un selecto detalle de dolorosas experiencias. Estoy seguro de que en las páginas que faltan aflorara algo de ello. Y de las suyas. Que las hubo. Y alguna, sonada. Pero cuando fue víctima, nunca, que yo sepa, se dejó llevar por el rencor. Jamas dedicó ni tiempo ni recursos a tramar venganzas. O, mejor dicho, su rencor no fue más allá de un castigo sencillo: el o la desleal de turno salía de su vida para siempre. Y si fue sayón, encontró la manera de hacerse perdonar. O eso creo recordar.
La noche ha acabado por matar al día. He dejado de escribir. Necesito una pausa y nada mejor que un poco de música para quebrar el cristal de silencio que ha acabado por apoderarse de la estancia. He escogido a Neil. 1972 y su inmortal “Harvest”. Canciones de esas que siempre están ahí. El plato está ligeramente desequilibrado y la aguja produce un tenue ruido que no logra, en ningún caso, incomodarme y no parece perturbar al músico. Acústica y harmónica. “It keeps me searching for a heart of gold. And I’m getting old”. También yo envejezco. El paso de los días ahora ya es despiadado. Y echo de menos a mi amigo. Tengo la aventura de sus textos. Me hacen una compañía que no pudo imaginar. Y me seduce descubrir lo que está por llegar. Pero lo echo de menos. La idea me conmueve hasta la médula. Hubiéramos podido envejecer juntos.