No lograba dormir. Mi cuerpo no parecía mi cuerpo, el familiar receptáculo de mis afanes nunca completados experimentaba cambios en una dirección sorprendente, difícil de entender y … allí nadie te daba ni la mas mínima pista. Todo era improvisación, por decir algo.
La cama oscilaba al compás del ritmo que la mano derecha imprimía al resto de mi, y, por suerte, la lujuria podía con el miedo. El somier, viejo, producía un tenue crujido que el silencio de la noche amplificaba hasta hacerlo parecer un estruendo que amenazaba con delatarme. Y eso hacía que no fuera descartable la aparición de la silueta de mi madre, recortada en el vano de la puerta, en aquel contraluz que a veces era cálido pero que, otros días, podía ser severo. Y ese riesgo convertía en aun más prohibido lo que estaba sucediendo. La “singer” y su leve ronroneo era la única señal de que todavía estaba trabajando. No era necesario parar. En la cama de al lado el memo de mi hermano, que nunca se enteraba de nada, había empezado con su impenitente resoplar. El no sabía de pecados. Probablemente por eso tenia desesperada a mi madre con sus descomunales poluciones nocturnas, que acartonaban las sábanas y, en ocasiones, llegaban a dejarlas casi inservibles. Pero siempre dormía. Y roncaba. ¡Menuda música de fondo para el placer!
Sin Lico nunca hubiera sabido de que iba aquello. Se iban al túnel de ferrocarril de la zona de Santa Eulalia, y entre rugir y rugir de trenes, organizaban concursos para ver quien conseguí enviar mas lejos el chorretón de leche que descargaban sus pililas adolescentes. Me invitaron a la galería. Fui con ellos al túnel un par de veces para no regresar. Miedo de los trenes, pero, sobre todo, pudor ante el sexo colectivo. El placer solitario es eso, solitario, y aquella colectivización onanista no iba conmigo. Culpable y ermitaño, a partes iguales. Como de costumbre.
Aquello era pecado. Los misioneros que, con sus prédicas, habían flagelado nuestros corazones y aterrorizado nuestras mentes durante los ejercicios espirituales, te lo grababan a fuego. Y obligaba a la confesión inmediata, para evitar que un accidente imprevisto acelerara nuestra muerte y, sin poder expiar la culpa, acabáramos ardiendo en el peor de los infiernos: el de la lascivia. Pero pasar por el confesionario no era la solución. A los quince años no sabes que hacer con aquella cosa ardiente y, tras misa y comunión, acababas en el primer rincón, jadeando con los ojos cerrados y la mente abriéndose a un mundo maravilloso. Cada día.
La cama había dejado de crujir. En la habitación contigua la “singer” ya no susurraba. Un suave tarareo la delataba. Había empezado a sacar hilvanes. Aún tenía que planchar y la prenda quedaría lista para su entrega. Una ojeada rápida a la habitación donde dormían sus hijos daría fin a la jornada. Ajena a mi furtivo parpadeo, pecador, aturdido y contento, transgresor y libre, más, o menos, turbado, intentaba conciliar el sueño sin delatarme.
“No te metas con la masturbación. Es hacer el amor con alguien a quien yo quiero.”
Alvy Singer en
«Annie Hall»
(Alvy Singer es Woody Allen)