XV.-
Partidas de cartas
En el centro del pequeño salón, una mesa redonda, de un indefinible color, similar a la madera, pero, como todavía ignoraba, madera barata, de hecho, una vulgar imitación. Sentados a su alrededor, y entre una nube de humo, remangados, solteros y casado, juegan interminables partidas de cartas. El mueble bar está abierto. Beben todos menos ella, que, risueña, se complace en ganar partida tras partida para desespero de aquella singular colección de varones que disimulan su leve ira con risas artificiosas. Solo el alcohol logrará relajarlos. Y de vez en cuando, una pausa. Canapés, vino, y después, coñac y licores dulces. Su marido representaba, para lograr un sobre sueldo, vinos de Montilla Moriles y, durante un breve tiempo, licores. Destilerías Hijo de Juan Morera. Crema de cacao, anís, pipermín, curaçao y un ron escarchado, con cristales de azúcar, capaces, en función del lugar desde el que se observara, de reflejar decenas de raras iridiscencias. Dulces y alcohólicas, imagino. La botella permaneció durante años, intocada, en el fondo del mueble bar que completaba, junto a la lámpara que simulaba un ancora con tulipas opacas y el tresillo tapizado en verde, la decoración del saloncito. Forrado de espejos, con un estante intermedio, de cristal traslúcido, recortado de manera que pudiera sostener copas pero que, a la vez, permitiera almacenar las botellas, acababa por iluminar, a medida que avanzaba la tarde, una parte de la escena, para dotarla de un falso aire de casino decadente. Ella siempre ganaba y, en ocasiones, lo suficiente como para tapar algún agujero en cualquiera de los colmados de la zona. ¿Tahúr tiene femenino? Ellos sonreían, pero maldita la gracia que les hacía. Machitos irredentos, la toleraban por que no dejaba de ser la anfitriona y porque sus canapés eran imbatibles. Pero jamás hubieran reconocido que era mucho mejor jugadora que ellos.