El vendedor de tebeos

 

                                                                                                      Para Juan José Román.
Sigue luchando, amigo

 

No fui al colegio hasta los seis años. Nunca supe por qué no fui antes, teniendo en cuanto que por entonces ya había en casa dos críos más y que, de ellos, la tercera le costó a mi madre una mastitis terrible, que a ella la dejó exhausta y, en mi retina infantil, imágenes difíciles de olvidar. Pero cuando, empezado el curso, mi madre, por fin, se decidió a dejarme ir, y me incorporé a la clase de D. Enrique, ya sabía leer. En casa se preocuparon de que aprendiera y a fe que lo hicieron a conciencia. Hasta tal punto de que leer es, sin duda alguna, la pasión de mi vida, eso sí, si exceptuamos la otra, que mas que pasión, igual es debilidad.

Y sin pretenderlo, me convertí en un lector voraz, casi compulsivo. Creo que en algún otro momento ya he contado que devoré la biblioteca del colegio. Y los libros que había en casa. Y periódicos. A diario. Pero, además, y sin tregua, leía tebeos.

Ahora son comics, pero entonces, cuando los descubrí, vía, por supuesto, “El Capitán Trueno” y “El Jabato”, cuando dedicaba horas y horas a empaparme, día tras día, de aquellas viñetas maravillosas … solo eran tebeos. O, al menos, así los llamábamos entre nosotros. Tebeos. Una palabra que evoca la magia de un conjuro inigualable, el vuelo incontrolado e incontrolable de la fantasía, el mundo de un niño que soñaba con emular al “El Príncipe Valiente”, en un entorno vital en el que, salvo el cine, no siempre a nuestro alcance, las imágenes eran un lujo, un extra que lucía en el escaparate de la librería o en los estantes del quiosco cercano.

Y daba igual. Aventuras de caballeros medievales, con o sin antifaz, o de proscritos romanos, o hazañas bélicas, o de periodista-detective, o de … risa, porque los llamábamos así, “de risa”…..daba igual  “Zipis” que “Zapes”, “Urracas” que “Rompetechos”,  “Carpantas” que “Ulises”, o los inefables “Mortadelo y Filemón”.  Lo importante era dejarse llevar por la alquimia de las viñetas. Aquella realidad alternativa que te transportaba, ocasionalmente, lejos de la realidad cotidiana.

Por otra parte, conviene apuntarlo, eran mas asequibles que los libros. Y, ahora os cuento, resultaba mas sencillos conseguir. Ejercicio de ingenio, de picaruelo de poca monta. O eso me parecía a mi.

Porque, si leerlos era una suerte, poseerlos era un privilegio que empecé a perseguir con entusiasmo sin igual, a pesar de que, todo hay que decirlo, una economía como la de un párvulo como yo no se podía permitir esos lujos. Máxime si, además, el coleccionista que había en mi, empezaba, también, a abarcar el de los cromos. Aunque esa es otra historia. El incipiente coleccionista que el tiempo se encargó de apuntalar ya empezaba a combatir los desafueros afectivos haciéndose con casi todo aquello que le atraía indefectiblemente. Pero coleccionar tebeos no era factible. Guardarlos en casa hubiera dado al traste con el “ciclo económico” que permitía leer cuantos más, mejor. Así que se trataba de comerciar con ellos.

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Era una farmacia de las de toda la vida con un farmacéutico recio y calvo, con gafas bifocales y voz serena. Don Rafael. Auxiliado perennemente por su esposa, que, probablemente, era la que gobernaba el establecimiento. Desgraciadamente los archivos de mi memoria no conservan su imagen. Creo que se llamaba Magda y quizás tuviera el pelo claro, pero no consigo ponerle rostro. Y no será porque no tuviera, años después y sin proponérselo, una influencia decisiva en mi vida.

La farmacia, como no podía ser de otra manera, era uno de los centros neurálgicos del barrio. Situada en una esquina estratégica, tenía la puerta orientada a la calle Mecánica, pero era a la otra calle, la calle Fundición, a la que daban los dos escaparates más grandes. Altos, bastante vistosos en su singularidad, contiguos, y junto con la vitrina situada al lado de la puerta de acceso, conteniendo todo el despliegue publicitario que precisaban los productos farmacéuticos de la época.

En medio de esos dos escaparates, una puerta inutilizada dejaba un hueco del orden del metro y medio aproximadamente, que tenía un suelecillo de cemento que permitía exponer mis preciados tesoros. Imaginadlo por un momento. Todos y cada uno de mis tebeos, extendidos, con unos cuantos guijarros, del tamaño adecuado, para evitar que pudieran volar en un golpe de viento, pero que no impidieran mostrar adecuadamente las siempre atractivas portadas de la mercancía.

Y, por extraño que parezca, muchas de las personas que transitaban por aquel cantón se detenían, primero a mirar a aquel crío, que aparecía allí de vez en cuando, para, luego, ojear la oferta. Y no eran pocos los que preguntaban precio y se llevaban alguno. De hecho, más de un día y más de dos, acababa por venderlos todos. Mi “mercadillo” funcionaba casi siempre. Aun ahora me sigue pareciendo increíble.

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Un tebeo caro por dos más baratos. Alejandro no te perdonaba ni un céntimo. Ya apuntaba maneras. Pero, después, Juanjo, que siempre fue un buen chaval, desinteresado como luego, muchos años mas tarde tuve ocasión de volver a comprobar, era distinto. Te cambiaba tebeo a tebeo, sin importar el precio. El secreto estaba en mejorar en ese canje el valor de tus posesiones. Ibas a su casa, te enseñaba los que tenía y, si había suerte, salías con cuatro o cinco tebeos para leer que marcaban un precio mas alto. Y a leerlos para acabar, de nuevo, en casa de Alejandro. Y allí, eso si, otra vez céntimo a céntimo.

Y a repetir el ciclo tantas veces como se pudiera. Hasta que, agotadas las opciones, porque todos los tebeos estaban archileidos, y se había cerrado el circuito de intercambios, acababan en el puestecillo ambulante de la farmacia, a la venta. Y era entonces donde el haber cambiado tebeos caros por tebeos algo mas económicos cobraba todo su sentido. Tenías mas tebeos para vender.

Recuperado una parte del dinero, el ciclo volvía a comenzar. Modestos juegos de “petit coquin”, como me llamó un día Don Eladio, aquel bendito profesor de francés, de ojos claros y de nariz achatada, en uno de sus extraños golpes de malhumor. Y nuevas viñetas con las que disfrutar, nuevas historias para alimentar el fuego interior de la imaginación, para transportar a un maravilloso mundo de aventuras al comerciante de pacotilla, al pequeño vendedor de tebeos.

 

 

Harold Foster publicó, por primera vez, viñetas de su comic,
“El Príncipe Valiente”, el 13 de febrero de 1937

Henry Hathaway estrenó su película, “El príncipe Valiente” basada en el comic en 1954, con un joven Robert Wagner de protagonista. Tenía 24 años. La vi, muchos años después, en el “Cine Capri”


El capitán Trueno se publicó por primera vez en 1956. Su principal creador nunca ocultó la influencia de Foster en su obra.


Mi primer curso fue el de 1958-1959. 
Fuí a la escuela con el curso empezado, sabiendo leer.
Me habían enseñado en casa mi madre y mi madrina.

Lo que os cuento ocurría sobre 1964 o 1965

El mote

 

Dedicado a I.S., donde quiera que esté

 

No cumplí los doce hasta noviembre de aquel curso. Y si era algo a esa edad era un pozo de desconcierto. Y me pasaban las cosas que me pasaban. Ahora os cuento.

La conocí en su casa.

En junio del siguiente año, cuando aun me faltaba medio año para cumplir los trece, me habían suspendido 3 asignaturas en tercero de bachiller. Me podía haber excusado con mi mala relación con D. Vicente, D. Vicente Fernández de Gobeo, de infausta memoria, una tortura para mi. Pero D. José María Arroyo, el director, con la autoridad que emanaba de su más que respetable figura, no me dio opción. Sin permitirme el alegato, me sentenció: “Estas no son las notas de un hombrecito”. Touché.

Ni que decir tiene que, en nuestro barrio, no había secretos. Y, a esas alturas, todo el mundo sabía, él incluido, por supuesto, que habíamos caído victimas de un furor preadolescente que, cuando no estábamos en clase, nos tenía “dando vueltas a la manzana”. Un singular ritual, que creo haber relatado ya, que nos permitía cruzarnos con las niñas de nuestra edad, que, todo hay que decirlo, también andaban alborotadas. Y, no penséis, la cosa no pasaba de ahí. Adiós, adiós, unas risas y a otra vuelta. Pero ella, entonces, no estaba en el grupo de las niñas con las que tonteábamos.

Mi madre, en materia de estudios, no hacía concesiones. Si algún objetivo claro tenía en esta vida era que sus hijos estudiaran una carrera. Para que no les pasara como a ella, que se sabía dueña de una inteligencia natural muy por encima de la media, pero que se había visto abocada al matrimonio y la maternidad porque entonces las chicas no estudiaban una carrera. Por resumir.

Así que aquellos tres suspensos no merecieron piedad. Antes de que se secara la tinta con que se habían impreso las notas, ya estaba buscando “profesor particular”, que era la expresión que, entonces, abarcaba todas las opciones posibles para remontar el desastroso resultado.

Y la elección no debió de ser sencilla, porque, además, tenia un coste económico imprevisto que, para presupuesto tan menguado, era de difícil encaje. Así que, entre los diferentes candidatos, la elegida fue una amiga de la familia. Que, además de tener el habilitante titulo de maestra, ajustó el precio y cobró poco. O igual hasta lo hizo gratis. Por ayudar. Las clases, para comodidad de todos, iban a ser en su casa. Y allí que fui. Con las orejas gachas y el rabo entre las piernas. El listillo había cateado tres y la exposición publica de su fracaso formaba parte de la penitencia inherente. Todo el mundo sabía adonde iba a media mañana, camino de la letra “B”.

Aquellos pisos eran algo mas grandes que el resto de las viviendas. Así que en una de las esquinas había un saloncito que debía tener, aproximadamente, unos doce metros cuadrados, quizás algo mas. Lo recuerdo estrecho y largo. Un tresillo sencillo, en suaves tonos marrones, dos mesitas laterales, imitando madera, entre el sofá y los dos sillones individuales, y una lámpara de pie con pantalla de algo parecido al pergamino era todo el mobiliario. No recuerdo cuadros ni nada similar. Aunque eso no garantiza que no los hubiera. Y un ventanal tras el sofá, que, a esas horas, llenaba de luz la habitación, lo que la hacía muy agradable. Aunque fuera para repasar asignaturas suspendidas.

La maestra era encantadora. Y comprensiva con el reo. Dió por sentado que en septiembre íbamos a aprobar. Empleaba el plural como síntoma de implicación y confianza en mis capacidades. Alguien le debía haber explicado que era una situación inhabitual, fruto mas bien del alocamiento que de la falta de talento. Y tenía paciencia. Lo que era de agradecer. Una mujer madura, casi cincuentona, de rostro afable, cabello corto, lo que entonces se llamaba a lo “garçon”, ojos vivarachos y despiertos, sonrisa luminosa y voz suave. Y que nunca paraba quieta con las manos. De hecho, había mas expresividad en su gestualidad manual que en todo lo que llegaba a verbalizar, que no era poco. Mi madre había elegido bien.

Debió de ser el tercer o cuarto día, y llevábamos apenas quince minutos de clase. La puerta del saloncito se abrió sin apenas ruido y, con andar gatuno, una niña de mi edad se deslizó hasta el sillón individual que estaba frente a mi, en el otro extremo de la estancia. Mi sorpresa interrumpió brevemente la explicación de mi profesora; miró de soslayo a la que luego supe que era su sobrina, volvió los ojos hacia mi, pestañeó apenas y siguió con su disertación. La niña llevaba un libro en la mano e inmediatamente, fingió leerlo, pero incluso un despistado crónico como yo podía percatarse de eso. De que fingía. En realidad, no apartaba la vista de mi. Aquellos ojos vivaces me escrutaban como nunca hasta entonces había hecho nadie. Y menos una niña de mi edad. Solo los tímidos pueden intuir lo que, mientras defendía la clase como Dios me dio a entender, me pasaba por dentro. Solo las personas que padecen timidez crónica pueden saber de qué les hablo. Salvé el trámite como pude y logré terminar la clase. Pero cinco minutos antes de acabar, ella se levantó. Pude, entonces, darle una rápida ojeada. Era el vivo retrato de su tía, pero con nuestra edad. Cabello castaño, corto, muy corto, en una versión adolescente del peinado de mi improvisada profesora. Vestía falda plisada, con poco vuelo, de color azul marino y blusa blanca. Apenas pude distinguir que calzaba porque desapareció igual que había llegado. Felinamente. Eso sí. Pude ver que era muy bajita.

Acabada la clase, recuperé la calle y empecé la indagación. ¿Quién era?

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Supe quien era, claro. Y con ello, supe del mote con que se la obsequiaba, pura crueldad, mote que, por otra parte, debo confesar que yo también usaba. Un mote que ahora nos debería poner poco menos que al borde del procesamiento. Un mote despectivo e hiriente como pocos.

Pero, cosas de la vida, acabó gustándome porque me habían dicho que yo le gustaba, cuestión esta, que realmente, nunca supe si fue cierta o no. Y no quisiera que ahora parezca que, cobardemente, reniego de lo que pasó, de lo que viví. De verdad que no es eso. No recuerdo que me quitara el sueño, síntoma, que, como todos sabemos, es clave para diagnosticar sentimientos. Pero a estas alturas, a mi edad, tampoco puedo engañarme. Bendita ingenuidad la de entonces. La de aquella edad precoz. Cosas de críos, sin duda. Porque después de un primer enamoramiento, este si, sufriente por no correspondido, ese detalle, gustarle a alguien, aunque solo fuera un poco, aunque solo fuera a distancia, era importante. A pesar de mis aires, ya empezaba a dar los primeros síntomas de la baja autoestima que viviría después. Claro que en ese momento y en esa época ni nadie podía darse cuenta de ello, ni yo podía interpretar las señales, y, mucho menos, intuir lo que vendría luego. Pero esa es otra historia.

Ella era una adolescente alegre, divertida, probablemente la mas madura de todo su grupo, que cargaba a sus espaldas con una orfandad muy temprana, pero que desprendía alegría de vivir a todas horas; solo que, por entonces, aprovechando esa superioridad emocional que tienen las chicas de tu edad, se dedicó a divertirse jugueteando con el proyecto de adolescente que yo era entonces; muy aparente por fuera, pero, en realidad, inseguro y tímido hasta la enfermedad. Era lo que había, era lo que tocaba. No hace falta decir, llegados a este punto que, por supuesto, nunca hubo ni el más leve atisbo de nada. Y si lo pudo haber, que no creo, mi timidez lo hubiera abortado, lo abortó, de hecho, de raíz. Era incapaz de acercarme a ninguna chica. Probablemente, de tanto como me gustaban. Vamos con ello.

Al principio, entonces, todo lo que teníamos eran los guateques, en algún piso, donde padres mas permisivos, o mas sutiles, nos permitían bailar. No recuerdo que bebiéramos. Aunque quizás se bebía y yo ni me enteré. Que podría ser. En casa de Tony, por ejemplo, hicimos muchos. Un tocadiscos sencillo, un puñado de singles y una pandilla de adolescentes. Tarde completa. Y hasta el domingo que viene.

Un día ella logró la autorización paterna, un señor serio que realmente imponía, para organizar un guateque en su casa. Donde, en aquel agosto, había atisbado la existencia de lo que para mi ya era un tesoro. Su hermano mayor tenía bastantes singles y E.P.’s de muchos de los grupos que me gustaban a rabiar. Así que no podía faltar. Hubo que pasar por el trámite de la lista de invitados, que, por mor del espacio, era limitada. Y cuya composición daba pie a juegos y especulaciones de casi todas clases. Pero estaba entre los afortunados. Y allí que fui.

Para mi vergüenza y escarnio. Todavía hoy no sé explicar lo que me pasó. Fue verme allí y empezar a coagulárseme la sangre en las venas. Un ataque de timidez terrible. El primero de algunos mas. Pero ese no lo olvidaré en la vida. Allí estábamos casi todos. Empezaron a sonar en el pick-up, uno de los lujos de la fiesta, “Les Surfs”. Un grupo de hermanos malgaches, cuatro chicos y dos chicas, que, además, al encanto de sus voces, añadían el dato medio exótico de ser muy bajitos. Iros situando. De rabiosa actualidad en aquel momento con sus versiones de grandes éxitos anglosajones, que ellos vertían al francés y al castellano e incluso creo que al italiano. El “cuatro canciones” de “Tu serás mi baby”, que se oía en la radio a todas horas, (versión, como supe mucho después, de “Be my baby”, la legendaria canción que Spector compuso para The Ronettes), era uno de los tesoros que la casa escondía. Fue sonar la música y mi corazón se desbocó. El rubor tiñó mis mejillas hasta la grana, un sudor frío empezó a cubrirme la frente, mis músculos se tensaron hasta lo indecible y me empezó a faltar el aire. Literal. La sangre dejó de circular por mis venas. Quedé paralizado. Me hubieran podido poner alfileres por todo el cuerpo, que no hubiera notado nada.

Poco podía imaginar que la salvación, por llamarla de alguna manera, estaba en un anexo de la cocina de la casa, donde padre y tía, mi maestra, (por cierto, sacamos las tres asignaturas con notas excelentes), se habían refugiado para dejar el terreno libre a la gente joven. Mi madre me había dado severas instrucciones. “Sobre todo, saluda a los mayores”. Y en un instante de lucidez, con ese pretexto, giré hacía donde estaban y me dispuse a seguir las órdenes de mi progenitora. Ya he dicho que su padre imponía, pero la presencia de mi profesora lo puso fácil. Saludé, di las gracias, y, sin poderlo evitar, le di una ojeada a la pantalla de televisión. En blanco y negro, TVE había programado para esa hora una zarzuela. Inolvidable. “La verbena de la paloma”. Empezaba en ese preciso instante. Y, lo creáis o no, con no recuerdo que pretexto, me senté en una silla y me quedé a ver la zarzuela. Completa. Aquella familia debió alucinar. Un buen puñado de mis amigos y casi todas ellas estaban fuera, en el salón, oyendo música y bailando, y degustando la merienda con la que nos obsequiaba la anfitriona, y yo allí, clavado delante de la tele, dándoles conversación en las pausas publicitarias y siguiendo en religioso silencio cada una de las escenas de la obra. Una zarzuela. Cuando acabó, consciente de mi ridículo, no fui capaz de salir al salón. Y me quedé mucho mas rato. Hasta que llegó la hora de irnos, de irme. Me despedí educadamente, dije adiós a la pandilla, bajé las escaleras y corrí hasta casa. Corrí como alma que lleva el diablo. Hasta perder el resuello. Hasta encontrarme en casa, a salvo.

Ni que decir tiene que, si alguna vez pude tener el favor de la chica, que no creo, allí finió todo. Como debe ser ante semejante comportamiento. Que no sé si alguien captó pero que hasta hoy no recuerdo haberle confidenciado a nadie.

Hubo mas capítulos, un concurso de canciones, una carta en un campamento, ……. Podría contaros algo mas sobre aquellos días y aquella chica. Parece mentira como se afila la memoria para recordar lo que pasó entonces, en aquellos días felices, y como, en cambio, olvidas lo mas reciente. Pero así es suficiente. Al menos, de momento.

Todavía, tiempo después, mucho tiempo después, en alguna reunión con los compañeros de curso, se la citó como de pasada, porque acabó casándose con alguien de nuestro curso. Y el mote, infame donde los haya, siguió estando allí. Me atrevería a decir que muchos de aquel grupo se verían en un aprieto si les pidiéramos su nombre de pila. No podrían recordarlo.

No he vuelto a verla nunca más. Ni siquiera cuando, muchos años después, defendí a su tía en el Juzgado. Pero, de verla, no me importaría presentarle mis excusas. Por el mote. Por haberlo usado. Y, porque no, por no tener la gallardía de intentar impedirlo. Aunque hubiera sido inútil, probablemente. A esa edad, a los trece años, nadie me hubiera hecho caso. Pero debí intentarlo. Así que, aunque sea tarde, perdón, señora.

Anguren

No recuerdo ni su nombre ni su segundo apellido. Estaba en clase la primera vez que asistí al colegio, empezado el curso, cuando mi madre y mi madrina decidieron que ya había estado protegido demasiado tiempo. No supe jamás el porque de aquella decisión, pues no soy consciente de haber sido, de pequeño, ni débil ni enfermizo. Mas bien lo contrario. Pero mientras los demás iban al colegio, yo hacía vida en casa, tutelado por dos matronas sin igual, que, eso si, me enseñaron a leer y a escribir, de manera que el día que cumplía 6 años, con el curso ya iniciado, accedieron a desprenderse de mi y me depositaron en la que, hasta los 13 años, sería mi clase y con los que serían mis compañeros. Con Don Enrique. Casualidades de la vida.

Era Anguren para todo el mundo. Cabello negro retinto, frente amplia, surcada por la huella apenas esbozada de unas arrugas impropias de su edad, ceñudo, ojos color antracita, entre inseguros y recelosos, nariz romana y labios de arco redondeado. Llamaba la atención lo atezado de su piel. Y su habitual desaliño. Probablemente como síntoma de penuria, algo habitual en nuestra clase. Nuestras madres la gestionaban como Dios les daba a entender.

No recuerdo exactamente cuando se descolgó del grupo, aunque hubiera jurado que no estaba con nosotros después del segundo año. O quizás si. No podría jurarlo. Y probablemente por eso, no recordaba casi nada de él. Durante años. Podíamos recitar la lista de clase, de memoria, y él ya no estaba presente en nuestro sonsonete. Lo cierto es que fue como si se hubiera evaporado.

Hace algunos años a uno de mis hijos le diagnosticaron dislexia en un conocido hospital de la ciudad. Dudaron entre bilateralidad o dislexia, confundidos por la percepción de la psicóloga del colegio, hasta que una doctora eminente, en menos de quince minutos, sentenció. “Es dislexia”. Inapelable. Es lo que tiene ser una autoridad en la materia. Y, claro, te preocupas e intentas informarte. ¿Qué demonios es?

Poco a poco, te vas empapando de datos que dibujan una especie de mapa con síntomas y consecuencias. Y descubres que a los que padecen ese trastorno del aprendizaje, la dificultad original de la lectoescritura se convierte en un obstáculo complejo y que la decodificación de letras y palabras puede llegar a ser una tortura.

Y, creedme, en ese momento regresó Anguren. Desde entonces, retorna de vez en cuando. Le costaba leer. Era ya mi segundo curso en el colegio, y él no progresaba, antes, al contrario. Y en aquella época, en aquel barrio, en aquel colegio, en aquella clase, la letra entraba con sangre. Si no leías bien, te exponías a que, con un puntero, el profesor de turno, del que no guardo buen recuerdo, todo hay que decirlo, golpeara el racimo que formaban las yemas de tus dedos. Con violencia descarnada y con insistencia, con una precisión punitiva importante. Y cuando no progresabas, el bofetón estaba garantizado. O el “coco”, que era un golpeo seco con los nudillos contra nuestro cráneo infantil. Nudillos muchas veces armados con un anillo que simbolizaba su «matrimonio con la virgen Maria». Encantador. El coco se aplicaba como de refilón, además, que hacía mas daño.

Y en el caso de Anguren, era un continuo. Llegó a desarrollar un tic de autoprotección que se disparaba con la sola presencia a su lado del sádico maestro. Vivía sumido en un miedo pertinaz. Indefenso, no podía evitar que le llovieran los castigos. Indefenso. Porque aquel chaval, ahora estoy seguro, tenía un trastorno que, por supuesto, entonces ni se valoraba ni se llegaba a diagnosticar.

No sé que ha sido de él. No sé como lo gestionó después y como, si pudo, superó aquel problema. Me gustaría creer que la vida le dio en otros ámbitos lo que entonces le negaba. Pero donde esté, no me importaría que supiera, simplemente, que, aunque no recuerdo ni su nombre ni su segundo apellido, muchas veces pienso en él. Por lo vivido. Por la furia que todavía hoy me despiertan sus miedos.

Trenzas morenas

A simple vista, unas trenzas morenas, unas gafas sin estilo (escogidas por su madre, seguro…), y unos andares levemente desgarbados. Todavía puedo verla. Con una falda plisada de cuadros escoceses y un sencillo jersey.  “Es mona, pero le falta algo…” hubieran dicho las cotillas del barrio, en el improbable caso de que alguien les hubiera pedido opinión. “Feuchita”, dijo mi madre, la única vez que logré hablarle de ella. Como en su entorno familiar nadie destacaba por su atractivo físico, lo que dificultaba que pudiera llamar la atención, no tenía cartel…. pero … a los 13 años……tampoco se le podía pedir otra cosa. ¡Solo faltaría!

Pero para mi, su pelo siempre brillaba, sus ojos negros eran dos tizones preciosos y su manera de caminar era inigualable. Se equivocaba. Mi madre, que gozaba todavía entonces del privilegio de la infalibilidad, se equivocaba posiblemente por primera y única vez. Tenía algo. No lucía al lado de alguna de sus compañeras de curso, precoces ya a su edad y que descollaban en casi todos los aspectos. Pero, ¿misterio?, era la única que conseguía perturbarme con su sola presencia. Me daban igual el resto de las chicas y, en mi necedad, era capaz de no pestañear delante de ninguna, pero ella…… a mi ………. me gustaba mucho. Fijaos si me gustaba que, como nuestras iniciales coincidían, todo mi afán era llenar los arboles de nuestro entorno con, eso si, discretos corazones encerrando una bonita ecuación de letras al cuadrado. Siempre río cuando lo recuerdo. Bendita ingenuidad. ¡Cómo si hubiera habido la más mínima posibilidad de que se hubiera entretenido mirando las cortezas de los árboles! ¡Y como si, de haberlo hecho, hubiera entendido el mensaje! Insensato.

Nunca me hizo caso. ¿Lo veíais venir, verdad? Entonces ya había iniciado mi camino a la invisibilidad. Había mutado a transparente, al menos a los ojos de cualquiera de aquellas niñas. Vivía confortablemente instalado en aquella sensación, ingobernable, de cómo gestionas el hecho, evidente, de que, por mucho que te empeñes, no le vas a gustar a nadie. Inodoro, incoloro e … insípido. Y no exagero. Entonces, cuando os digo que no le gustaba a nadie era … a nadie. ¡Qué invisible, … era inmaterial!. No sé si cabe diagnosticar el síndrome de la “no atracción” pero estoy seguro de haberlo contraído y de haberlo padecido durante mucho tiempo. Me curé. Tardé en hacerlo, pero lo logré años después, apenas supe que todas las niñas de la clase de mi hermana más pequeña habían andado “locas por mis huesos”. O eso me dijo, …..!la muy mema¡ ¡No darme hasta entonces ni una pista! Con el bien que le hubiera hecho a mi castigada autoestima. Y con las horas de síndrome que me hubiera ahorrado.

Bueno, a lo que íbamos. Le gustaba, como no, uno de los tíos guapos de la clase. Un tío que daba rabia de tan fantástico que era. Bueno… estudiando no era gran cosa. Ahí estaba …. mi venganza. ¡Ya ves tú! ¡Menuda venganza! Seguro que el tío no dormía por las noches por culpa de eso….. El muy capullo tenía la desenvoltura que te da la certeza de ser guapo, muy guapo. Si además a tu familia le van bien las cosas y luces bonitos jerséis, pantalones a la moda y te han elegido jefe de la patrulla “scout” pues ……imagina. Todas a tus pies. A los de él, claro. Que nunca le hizo ni el más mínimo caso. Menudo idiota. Porque, por supuesto, no tenia mi visión. Donde el solo veía un pato feo yo empezaba a intuir al cisne.  Y….¿sabéis? yo tenía razón.

Años después, unos pocos años después, la única vez en mi vida que volví a verla era un bellezón de los que quitan el hipo. Y asumo el riesgo de ser vituperado por emplear esta expresión. Ahora debe ser machismo irredento. Pero aquel día, cuando la vi… todavía se podía emplear esa expresión. Las chicas muy guapas te quitaban el hipo. Y ella lo lograba. Y, claro, seguía siendo inalcanzable.

¿Qué como acabó la historia? Pues entonces y como siempre. Gestionando mi transparencia. Tratando de que el tiempo cicatrizara la herida. Sumergiéndome en mis libros y en mis discos. Leyendo como un poseso y oyendo canciones maravillosas mientras observaba atentamente como llegaba un tercero y se quedaba con la chica. Ella, por supuesto, creo que nunca supo nada. No vio ninguno de los corazones.

La historia de mi vida. Solo que esta vez, aderezada con la inocencia del primer amor.

El “gordo» Muñoz

Un grupo de los mas heterogéneo. Auténtico material de aluvión. De padres llegados desde los mas variados orígenes, muchos de ellos hijos, a su vez, de historias sorprendentes. Otro día os contaré alguna.

Todavía hoy, sin nos reuniéramos, podríamos recitar de memoria la lista de clase. La cantinela con la que se verificaba nuestra asistencia, corroborada con el inevitable “”presente”¡ Otros tiempos. Alonso, Andreo, Arizu, Bastida, Cañada, Condado….

Salvo un par o tres de excepciones (el hijo del guarda de la fábrica, el vecino de Sant Boi, …) todos vivíamos en aquel bendito barrio, un oasis justo en la frontera donde la ciudad perdía su nombre, Candel dixit. Dapena, Domínguez, Espín, Esquivel, Fernández, Fructuoso….

Un colegio diferente a todo lo que nos rodeaba y que supuso un verdadero privilegio nos reunió en un grupo realmente especial. Una generación irrepetible. Éramos de todo. Incluso cuando nos lo proponíamos, una pandilla algo canalla. Pero no éramos mala gente. Gómez, Guerrero, López, Llopart, Moreno, Muñoz…

Muñoz era gordito. Vivía en las casitas blancas. Aún me parece verlo. Jersey de un amarillo desvaído, pantalones oscuros de color indefinible. Guardo esa imagen. No sé por qué. Voluntarioso. Con unas ganas locas de agradar. Con un afán portentoso de intentar hacerlo todo bien. En clase y en el patio. Sobre todo, en el patio. Donde el saber controlar una pelota, ser capaz de dar un salto mortal o dominar potro y plinto te conferían automáticamente un aura de respeto. Noel, Pérez, Pico, Prieto, Rallo y Román.

Respeto que, a pesar de sus esfuerzos, él no lograba. Porque era gordito y eso lo hacía algo torpe. Voluntarioso pero torpe. Y en muchas ocasiones, blanco de las burlas de muchos de nosotros. Ya sabéis como funcionan los grupos de tíos solos a los 12 y a los 13 años. Sin saberlo, sin pretenderlo…. acabamos siendo auténticos precursores de lo que hoy es una lacra en muchas escuelas. Al menos con él.

No lo hemos vuelto a ver. Y escribo en plural porque las veces en que nos hemos reunidos, nadie ha sabido dar razón de él. O al menos esa es la versión que se me ha dado. Se lo ha tragado la tierra. No es al único, porque creo que de Miguelín tampoco se sabe nada, o yo no sé nada, sin que pueda en este caso intuir la razón. Pero en el caso de Muñoz no me extraña. No es posible que guarde buen recuerdo de aquella pandilla de desatinados que no debimos de tratarlo precisamente bien. 

Lo siento Muñoz. De verdad que lo siento. Estés donde estés, perdóname. Bueno, …perdónanos. 

Bocadillos de macarrones

Aprendí a ir a la compra con cuatro años. Cuando ella no llegaba, lo que sucedía a menudo, me tocaba a mi llenar la despensa. Fue mi primera aportación.

Siempre justos de recursos, la necesidad aguzaba mi ingenio. Ahora os cuento. Y, además, estaba la bondad natural de aquellas mujeres. Las dependientas. Unas cómplices maravillosas.

La cartilla del anticipo. Una forma singular que la empresa había desarrollado para conseguir que el dinero que precisaban sus empleados a cuenta del salario mensual no saliera de su circulo de control. Tenían que comprar en la Cooperativa. El anticipo tomaba forma de cartilla, una especie de racionamiento camuflado.  O no. Racionamiento puro y duro. Un kilo de azúcar, una marca en la cartilla con un cuño que aún me parece ver. Cuño y tampón. Un kilo de legumbres. Bendita María Luisa. Logró desarrollar una técnica perfecta. Podía poner una marca en la cartilla encima de otra, sin que se notara la duplicidad. Y así se multiplicaban las legumbres, sin coste alguno.  Los mejores garbanzos que he comido en la vida. Los que María Luisa nos regalaba a escondidas. La reina del doble cuño invisible.

Y luego estaba Rosa. Seca como la mojama. Pura mala leche. Nunca una respuesta amable para casi nadie. Consumida por los nervios. Parapetada tras el mostrador de acero y cristal que cerraba el arco semiabovedado donde estaba su departamento. Gobernaba con mano férrea. Sin concesiones. Comer embutido era, entonces, un lujo al alcance de pocos. Ella lo sabía y administraba la charcutería con puño de hierro. Y allí no valían los dobles cuños. Y hubo que inventar. Me colocaba en el hueco que quedaba entre la vertical del mostrador y el final de la arcada. E iniciaba el asedio. “Rosa, recortes para macarrones”. Si aguantabas su primera mirada, siempre fulminante, tenías posibilidades. Repetía mi cantinela. “Rosa, recortes para macarrones”. Maldito crío. Cabezota. Pero notabas que su resistencia iba menguando. Un par mas de intentos y, de repente, la mirada mas tierna del mundo tras aquellas gafas de cristales más que gruesos, macizos.

Y ocurría el milagro. Aquel final de una barra de mortadela, el culo de una pieza de jamón dulce, un resto de chorizo o salchichón y, algún día, el remate de una pieza de jamón serrano. Final, culo, resto, remate. Conceptos que Rosa interpretaba con generosidad. Ya me entendéis. Y el crío impertinente y cabezota se llevaba a su casa una más que generosa provisión de recortes para macarrones. A precio de recorte, claro.

Lo que viene después es fácil de adivinar.  Las habilidades de mi madre hacían el resto. Un cuchillo bien afilado y aquellos recortes, finamente laminados, daban para muchos bocadillos. Bocadillos de macarrones.

Las viñetas del perezoso

Hace ahora muchos años tuve que ir al psiquiatra. En honor a la verdad, me llevaron al psiquiatra. Un buen amigo, con el que entonces tenía (y remarco el pretérito) una relación quasi fraternal, tras un singular viaje a Padova, me llevó a rastras. Pero debía estar tan mal, que apenas opuse resistencia.

Me resultó de gran ayuda. En honor a la verdad, cambió mi vida, al menos durante diez años. Luego volví a las andadas, pero esa es otra historia.

Aunque imagino que no suele ser habitual, nos hicimos amigos. O eso creí entonces.

No sé porqué, porque nunca se lo pregunté, pero un día, cenando en mi casa, casualmente con el amigo quasi fraternal, al ofrecerles escuchar algo de música, sin vacilar, me pidió una canción determinada, esa cuya letra es un canto a la amistad. Y yo le creí. Y durante un tiempo disfruté de la amistad.

Una noche, entre bandeja y bandeja de marisco, marisco que, por supuesto, pagaba yo, me pidió que escribiera un libro. Y me propuso el tema: la historia de mi vida y el rosario de vivencias y anécdotas que le había contado durante la terapia. Terapia qué, por cierto, ya habíamos dado por finalizada. De ahí las mariscadas. Y las confidencias, claro. Al principio, lo confieso, me pareció una broma cariñosa. Ya sabes, tu terapeuta, ahora tu amigo, se esmera en que te llegue un mensaje de complicidad. Pero no pensé que fuera en serio. Al final de la segunda botella insistió. Totalmente en serio. Le dije que sí, para cambiar de tema. Siempre es incómoda una proposición tan directa sobre algo tan personal. Y, por supuesto, no volvimos a hablar del tema. O por lo menos, no recuerdo que el tema apareciera de nuevo en nuestras conversaciones que, por razones que en otro momento explicaré, ¡tampoco fueron muchas más¡

No voy a ocultaros que, sin embargo, varias veces le di vueltas al tema. E incluso traté de seguir la sugerencia de M………., pero nunca fui capaz de concretar nada. No veía libro alguno en aquellas historias, y, sinceramente, no me creía ni me creo capacitado para enhebrar una novela. Entonces, os peguntareis, ¿a qué viene esta parrafada?

Pasaron muchas mas cosas, entre ellas, como no, la ruptura de la amistad con el psiquiatra amigo. Como si estuviera poseído por un imán emocional irresistible, siguieron sucediéndome toda suerte de peripecias. Algunas, incluso, más complejas, duras, dolorosas que las anteriores. Y otras más afortunadas, ¡claro está¡. Con lo que, siguiendo las tesis del doctor, la novela debería, a esas alturas, tener más de mil folios. De manera que si entonces, hace ahora casi veinte años, no era capaz, ahora todo el material resulta inmanejable. Salvo que, como finalmente parece, prescinda de la ambición de escribir una novela y me limite a contar algunas historias aisladas, que se revelen como mas  material de aluvión, que ayuden a dar forma a ese delta literario, que, en realidad, es lo con lo único que me atrevo. Así que aquí las tenéis. Estas son las viñetas del perezoso.