Interludio

¿Qué era lo que más le sorprendía del poeta y editor de Seix Barral?
“Creo que él, como muchos de esa generación, tenía algo muy religioso, protestaba como por un contrato no cumplido, porque la vida no tendría que ser desagradable, el dolor no tendría que existir, las cosas debían ir bien… Pero las cosas van mal, el dolor existe y la vida puede ser desagradable. La vida no está aquí para juzgarla sino para vivirla. No hay que protestar porque junto a la montaña hay un desfiladero”.

EL PAIS
22 de diciembre de 2015
De una entrevista a Salvador Paniker,
de Andrea Aguilar.

 

 

Hago un alto en la tarea que me ha absorbido durante semanas. Muchas horas trabajando en los papeles de Emilio. He corregido notas, recopilado hojas sueltas, aclarado dudas sobre tachaduras y borrones, clasificado fichas y, de la mano de todo ello, he descubierto, del amigo que conocía, facetas que ignoraba sobre la otra persona que mi amigo también era.

Está atardeciendo. La luz del crespúsculo se apodera de la habitación en la que trabajo y el penúltimo rayo de sol, antes de fundirse con el horizonte, ilumina la estancia con una calidez distinta a la de otras veces. O eso me parece a mi. Bebo pausadamente. Sorbos cortos. El licor impregna mis papilas, mientras vuelven a mi memoria plegarias de antaño. Hacia años que no lo hacía, agnóstico militante como soy. Pero luz y licor me llevan hasta ello y activan remembranzas olvidadas.

Invoco a mi amigo.

La persona que conocí. Sus ojos negros, su leve sonrisa entristecida por contratiempos y desengaños, su corpachón torpe pero tierno y su talante cordial y afectuoso. Un ser humano inseguro, sutilmente triste, que, según solía confesar, parecía mas de lo que era.

Y el personaje oculto, ese que aflora en sus escritos, que sigo ordenando con pasión, a la búsqueda de las aristas y escondrijos del Emilio que no conocía.

El atardecer ha dejado paso a la leve penumbra del ocaso, solo agrietada por la tenue luz de una lámpara de pantallas verdiazules, lo que da a la estancia un aspecto algo fantasmal. Fluyen los recuerdos. Pausadamente. Una cámara lenta desgrana secuencias que creía arrumbadas. Emilio ríe débilmente. Como arrepintiéndose de esa risa que parece que la vida no va a permitirle. Una sonrisa clandestina. Como engañando al destino. Como con miedo a desafiar a los dioses, con el temor de que se sientan celosos de su alegría y opten por punir su osadía. Sus ojos delatan miedos ancestrales, grabados a fuego en sus genes, tatuados en su piel que, a pesar de todo, no le impiden militar en el pesimismo vital del que blasonaba en alguna oportunidad. ¿Pesimista vital o, como diría Sérgio Rodrigues, positivista desilusionado?

¿Modesto o inseguro? Las dos cosas a la vez, afirmo, aunque mas lo segundo que lo primero. Tras una apariencia de persona sólida se escondían inseguridades sin cuento. Desconcertado, sin rumbo muchas veces, ¿era sensible o era débil? Lo debilitaba la sensibilidad, sin duda, atrapado en ese mundo pseudosartriano que le impedía ser feliz si no veía felices a los demás. Y eso lo convertía en alguien muy atormentado. ¡¡Creía que la vida debía ser “de otra manera”!! Y, sin embargo, en ocasiones encontraba el modo de sacar fuerzas de flaqueza y sobreponerse a situaciones que hubieran destruido a cualquiera. Acumulaba tragedias personales con la misma sorprendente serenidad, con la misma naturalidad con la que otros, por ejemplo, coleccionan pintura. ¿Miedoso o cobarde? No sabría decirlo. Sin duda tenía miedo en muchas ocasiones. Un miedo heredado, mamado para ser exactos. Fruto de su origen, de lo que se vivía en aquel pequeño piso, donde la clueca protegía a sus pollos y, sin saberlo, no lograba mas que debilitarlos. Y creció con ello. Probablemente si algo hubo de heroico en su vida fue la manera como lo combatió siempre. Aunque no siempre logró vencerlo. Pero cuando tuvo que hacerlo, la cobardía quedó en segundo plano y se atrevió.

Si hubiéramos preguntado a sus convecinos, a la gente del barrio donde se crió, hubieran hablado de un buen chaval, nacido de familia humilde pero complicada, muy hecho a su entorno mas próximo, tímido, siempre necesitado de afecto. Siempre en segundo plano, no destacaba por casi nada. Estudiante normal, con mucha memoria, eso si…no era demasiado buen deportista, no era creativo, no era hábil, no tenia cualidades de esas que, a simple vista, llaman la atención. Pero el conjunto no era desdeñable. Cuando tocaba, siempre estaba allí. Hasta el punto de que muchas veces acostumbraba a ser la solución de los problemas…. hasta que, luego, empezó a ser tan sólo el problema. Pero eso os lo cuento otro día.

Todos coleccionamos deslealtades. Ajenas y propias. Pero Emilio era un caso singular. Su catálogo de deslealtades ajenas agrupaba un selecto detalle de dolorosas experiencias. Estoy seguro de que en las páginas que faltan aflorara algo de ello. Y de las suyas. Que las hubo. Y alguna, sonada. Pero cuando fue víctima, nunca, que yo sepa, se dejó llevar por el rencor. Jamas dedicó ni tiempo ni recursos a tramar venganzas. O, mejor dicho, su rencor no fue más allá de un castigo sencillo: el o la desleal de turno salía de su vida para siempre. Y si fue sayón, encontró la manera de hacerse perdonar. O eso creo recordar.

La noche ha acabado por matar al día. He dejado de escribir. Necesito una pausa y nada mejor que un poco de música para quebrar el cristal de silencio que ha acabado por apoderarse de la estancia. He escogido a Neil. 1972 y su inmortal “Harvest”. Canciones de esas que siempre están ahí. El plato está ligeramente desequilibrado y la aguja produce un tenue ruido que no logra, en ningún caso, incomodarme y no parece perturbar al músico. Acústica y harmónica. “It keeps me searching for a heart of gold. And I’m getting old”. También yo envejezco. El paso de los días ahora ya es despiadado. Y echo de menos a mi amigo. Tengo la aventura de sus textos. Me hacen una compañía que no pudo imaginar. Y me seduce descubrir lo que está por llegar. Pero lo echo de menos. La idea me conmueve hasta la médula. Hubiéramos podido envejecer juntos.

Hojas sueltas (V)

XV.-

 

Partidas de cartas

En el centro del pequeño salón, una mesa redonda, de un indefinible color, similar a la madera, pero, como todavía ignoraba, madera barata, de hecho, una vulgar imitación. Sentados a su alrededor, y entre una nube de humo, remangados, solteros y casado, juegan interminables partidas de cartas. El mueble bar está abierto. Beben todos menos ella, que, risueña, se complace en ganar partida tras partida para desespero de aquella singular colección de varones que disimulan su leve ira con risas artificiosas. Solo el alcohol logrará relajarlos. Y de vez en cuando, una pausa. Canapés, vino, y después, coñac y licores dulces. Su marido representaba, para lograr un sobre sueldo, vinos de Montilla Moriles y, durante un breve tiempo, licores. Destilerías Hijo de Juan Morera. Crema de cacao, anís, pipermín, curaçao y un ron escarchado, con cristales de azúcar, capaces, en función del lugar desde el que se observara, de reflejar decenas de raras iridiscencias. Dulces y alcohólicas, imagino. La botella permaneció durante años, intocada, en el fondo del mueble bar que completaba, junto a la lámpara que simulaba un ancora con tulipas opacas y el tresillo tapizado en verde, la decoración del saloncito. Forrado de espejos, con un estante intermedio, de cristal traslúcido, recortado de manera que pudiera sostener copas pero que, a la vez, permitiera almacenar las botellas, acababa por iluminar, a medida que avanzaba la tarde, una parte de la escena, para dotarla de un falso aire de casino decadente.  Ella siempre ganaba y, en ocasiones, lo suficiente como para tapar algún agujero en cualquiera de los colmados de la zona. ¿Tahúr tiene femenino? Ellos sonreían, pero maldita la gracia que les hacía. Machitos irredentos, la toleraban por que no dejaba de ser la anfitriona y porque sus canapés eran imbatibles. Pero jamás hubieran reconocido que era mucho mejor jugadora que ellos.

 

Las fichas (IV)

XIV.-

Ficha D

La familia de mi padre (I)

Introducción

Creo que no hay demasiadas personas que se apelliden Plo. No llegan al centenar si nos ceñimos a la rama peninsular. La rama francesa es eso, otra rama. A esa la vamos a dejar al margen. Espero que no me lo tengan en cuenta. Incluso puede que me lo acaben agradeciendo.

Como suele suceder habitualmente en eso de la genealogía, no parece que haya unanimidad. Que si tienen su origen en un pueblo de Teruel por deformación de su nombre, que si en realidad surgieron en Álava. Incluso puede que hubiera una rama en Jaén. Y polémicas sobre si son o no son fruto de un linaje común. A saber. La verdad es que, lo parezca o no, me da lo mismo. Y no voy a dedicarle tiempo a averiguar cual es el tronco del que brota la estirpe.

Ya ves tú. Para acabar descubriendo cosas como que Juan Plo nació en Úbeda, Andalucía, España, en 1583, y murió en la ciudad de Santiago, Chile en 1643. Y que se casó en 1617, en México, con Juana Pérez del Águila, hija natural del Capitán Melchor Jofré Pérez del Águila y de Isabel de Quijano. O, imaginemos, la familia de Juan Plo había merecido del Emperador Carlos I por privilegio dado en Valladolid el 25 de Julio de 1548 armas, que, dada la prebenda, tendrían una descripción de los mas señorial. …….. “escudo cortado por una franja dorada, primero de gules, con un arco de piedra sobre ondas de agua de azur y plata y superado de dos haces de diez venablos cada uno con las varas de oro y los hierros de plata, atados y colocados uno a cada lado y segundo de sinople, un templo azteca al natural acostado de otros dos haces de flechas como los anteriores con bordura de sable y tenantes dos tigres”. Lo dicho. A saber. Dedicas un montón de días a investigar y descubres todo esto y …… ¿qué? Igual suena bien pero no lleva a ninguna parte. Con permiso de los estudiosos del blasón. Así que me lo ahorro. Me lo ahorro todo. Genealogía y heráldica. Ambas cosas me la traen al pairo. Por si no ha quedado claro. Como si, al final, fueron con Colón en su cuarto viaje o estuvieron con los tercios en Pavía. Que más da.

Aceptemos que eran linaje y estirpe de lo mas noble. Eso si. En su origen, claro. Luego parece evidente que degeneraron con los siglos. Porque, hasta donde llega mi memoria y las «leyendas» que me han contado, que no van mas allá de 1920, y salvo un par de excepciones, los Plo eran, simplemente, una pandilla de cabrones. Ellos y muchos de los que les rodeaban.

Primera parte

Escojamos una referencia para hilvanar la historia. Imaginemos, por imaginar, que son la rama de Jaén. Simple intuición. ¡Qué rama más mala!, cantaría Gato Pérez. Y eso que a mi los de Jaén no me han hecho nada. Nada de nada. Pero de algún sitio tienen que haber salido.

Así que …. pongamos que salieron de Jaén. De Baeza, sin ir mas lejos. De familia aun con posibles. Cortijo. Alguna hectárea de olivo, algún secarral sembrado de cereal, media docena de lomas con un poco de caza. Y perros, esmirriados por supuesto, pero rápidos como centellas. ¡El hambre es lo que tiene! Casa de dos plantas, caballerizas, con algún ejemplar notable en sus cuadras y habitaciones sencillas para los peones. Un corral anexo con aves.

Y allí, asentado en sus reales, el bisabuelo, ……. un pelaje. Licenciado en derecho, sin ejercicio conocido. Prototipo, esculpido en bronce, del macho ibérico mas rancio, aparente prohombre de la villa donde tenían cortijo y arraigo, era, en realidad un putero impenitente, un jugador compulsivo y un tirano despiadado. Dos veces arruinado, pudo renacer de sus cenizas materiales mediante artes nunca explicadas. A caballo entre la estafa y el robo, imagino, logró no perder el cortijo, o, mejor dicho, recuperarlo. Debió ser lo único que no se dejó definitivamente en el tapete.

La bisabuela era, como casi todas las mujeres de su época, invisible. Nadie ha hablado jamás de ella. Al menos en mi presencia. A pesar de mi capacidad indagatoria, ni rastro de su paso por la vida. Ni una triste foto, ni una palabra en su recuerdo, ni una mínima evocación, solo silencio. Inicios del siglo XX. Parir, callar y volver a parir.

Tres hijos varones; sin vestigio, por supuesto, de hijas, si las hubo. Nunca nadie habló de esa descendencia.

El hijo mayor, licenciado en derecho, como el padre. Los otros dos hijos, militares. Uno africanista, el otro, comandante de ingenieros, muerto en un pequeño pueblo de Jaén; inicios de la guerra civil. A manos de milicianos. Recuerdo algún susurro, reverenciando su nombre, mezcla de dolor y culto.

Mi padre nació del vástago letrado. Y los Plo aparecen, como por ensalmo, en Madrid. No sin dejar, para sorpresa de sus legitimarios, una calle a nombre del bisabuelo en el pueblo jienense. A saber, por que…. nunca he estado allí, pero siempre hay algún amigo generoso que te manda la foto de la placa de la calle de tu bisabuelo para confirmarte el dato. ¿Qué merecimiento justificó en su día la decisión municipal? Ni idea. Pero prefiero no saberlo. Aquel elemento era incapaz de nada honesto así que…. quedémonos en la capital del reino.

Hojas sueltas (IV)

XIII.- 

Postales de verano

I.- El tendedor

Un breve paseo. El camino reseco, porque agosto no ha permitido ni una gota ese año, enmarca a las dos mujeres cuando se gira hacia atrás, tan solo para verlas, para disfrutar del simple hecho de que están allí, con él. Hermosas en su diferencia, rubia de cabello liso y ojos claros una, cabello rizado y oscuro como sus ojos la otra, hermosas en su diferencia, pero de idéntico caminar; con la inquietante carnalidad que los vestidos veraniegos no logran disimular, a pesar de estar cosidos con esa aparente intención, recorren el corto trayecto que separa, en el extremo del pueblo, la casa familiar del suave desmonte que conocen como «el tendedor».

Un cubo de aluminio contiene la colada que les trae desde los viejos lavaderos, junto a la fuente. Ríen ambas, ajenas al calor, y su risa agita los lunares, azules y rojos, que adornan sus vestidos. Ríen con todo. Y su risa, que probablemente disimula su angustia de hembras insatisfechas, eternamente estéril una, perennemente fértil la otra, inunda de felicidad al niño que las acompaña. Ajeno a la tragedia que siempre se ha interpuesto entre ambas mujeres, se siente feliz al caminar junto a las que son, en ese momento, las dos mujeres más importantes de su vida. Su madre y su madrina. Ajeno, por supuesto, a la extraña historia que el tiempo le revelará pero que entonces, en plena infancia, todavía no turba su sueño.

Ropa tendida. Sábanas relucientes, extendidas sobre matojos de boj y de retama, al inclemente sol del mediodía. Un manto blanco que, de no ser por el sol de justicia, sería, inverosímil, nieve en agosto. Sábanas blancas para un tiempo aparentemente feliz, perfumadas al calor denso del aire que agita levemente los matorrales e inunda el tejido de aromas inolvidables. El olor de los veranos lejos de la ciudad. El olor de una parte de su infancia. Blancura y risas, un telón vital que se convierte en el decorado de días felices. 

II.- La arboleda y “el huerto de los frailes” 

La breva es realmente grande. Aunque cueste creerlo, llena toda la palma de su mano. Eugenio, de un salto, se ha encaramado a la higuera y en menos de lo que tarda en contarse, tiene media docena de brevas en la mano. La primera es para el niño que, con la boca abierta, asiste día tras día a las proezas de su joven mentor. Una breva fresca, cuarteada de puro madura, dulce, inolvidable.

Las brevas del huerto de los frailes, el huerto que se constituye en la frontera norte de su paraíso infantil, de su única patria. El huerto, con valla de adobe, caída en muchos rincones, pleno de misterio, de higueras centenarias, de almendros viejos y de leves hileras de antiguos cultivos agostados, el huerto casi incrustado en la arboleda.

La arboleda de chopos quintañones, que aún no han sido sacrificados en el altar de la estupidez humana ante la pasividad de un pueblo torpe e incapaz de impedir un crimen de semejante magnitud, chopos que serán telón de fondo de muchos recuerdos infantiles. Mecidos por el viento, de hojas verde-grisáceas, ululando en las noches frías, los chopos guardaban en su seno decenas de secretos. Secretos que por culpa de la estulticia humana duermen ahora quien sabe donde. Recuerda, en especial, un arroyo represado en un rincón sencillo, antesala del edén, para diversión de unos niños que chapotean en él y se solazan en la umbría, sobre la hierba todavía húmeda de rocío, entre el piar de los gorriones y el vuelo hipnótico de las mariposas. Una playa privada en medio de un bosque, perdido en el corazón de una sierra árida, un oasis ignoto en mitad de las huebras.

Como telón de fondo, juncos y moreras. Juncos que acabarán, pintados de colores chillones, en algún jarrón de la vieja casa. Y moreras, cuajadas de frutos negros y rojizos, con los que calmar la gula del niño y con los que llenar, para postre de la cena, la lechera de aluminio de la abuela.

III.- La pedrada

La silueta de la mujer se recorta, frágil, vestida de negro, contra la pared levemente enjalbegada de blanco. Se encoge e intenta, en un gesto instintivo evitarla. Y lo logra por milímetros. La pedrada de su nieto roza la sien de la anciana y golpea violentamente contra la puerta de madera.

¡¡Como para haberla dejado en el sitio con solo un poquito más de puntería¡¡.

Un sonido seco, una muesca profunda en el portón. Y el guijarro en el suelo, a los pies de la mujer de negro.

Ella observa la escena entre sorprendida y aterrorizada. El niño, el hijo mayor de uno de sus hermanos mayores, lleva todo el verano protagonizando situaciones conflictivas. La abuela, todo carácter, ha asistido impasible al espectáculo. En su fuero interno, piensa que ha sido la actitud pasiva de la anciana, quien, por otra parte, no oculta su preferencia por el nieto díscolo, la que ha dado alas a la actitud del crío. ¡Pero de ahí a que, en un rapto de furor, por una rabieta absurda, el mocoso se atreva a tirarle semejante pedrada a su abuela! De ahí su mueca de espanto. No concibe que esas cosas puedan llegar a pasar. Siente tal respeto por la figura de sus padres, tiene tal temor reverencial por su madre, que el gesto iracundo de aquel renacuajo malcriado violenta todo lo que piensa, todo lo que siente, todo aquello en lo que cree. Y más siendo, como es, el favorito de la abuela, que le distingue con el mejor trozo en la mesa, con la mejor paga, y, cosa singular, con algún que otro beso cariñoso. Lo que conlleva, indefectiblemente, una serie sin fin de menosprecios para sus hijos, que, a pesar de su actitud ejemplar, no consiguen, ni de lejos, el mínimo aprecio por parte de la anciana. Humillante a la par que incomprensible. La anciana está más próxima al nieto maleducado, grosero y egoísta qué a sus hijos, los otros nietos, que se esmeran en ser cariñosos, educados y tienen un comportamiento modelo. Misterios insondables que la afligen en lo mas hondo.

Las fichas (III)

XII.-

Ficha C

Un niño en la ventana, un barreño en el balcón, indios, cowboys, y bosques de “esparraguera” rodeando “Fort Apache»

Un escorzo inverosímil, probablemente hasta imprudente, la presenta con su perfil izquierdo girado hacia la cámara. El niño, con un jersey de lana de varios colores, que la cámara no permite identificar, pero que el recuerdo entrevera de verde y amarillo, mira de frente al objetivo. Flequillo “marcelino”, leve sonrisa, gesto confiado. En brazos de su madre no existe el miedo, a pesar de que la presencia en la parte derecha de la foto de la sombra que delata la fachada del edificio, permite deducir que el crío está sobre el vacío. Aún así, ni la más leve sombra de angustia en su mirada. Eso vendrá después, cuando la vida le enseñe que son la deslealtad y el desamor. Pero, afortunadamente, eso está lejos. Ahora sonríe levemente. Nada como los brazos de su madre. Días de tenues recuerdos. Una vivienda nueva, una oportunidad diferente. 

Entonces, todavía se podía ver el mar desde el balcón. A lo lejos, se divisa la pincelada inconfundible de horizonte, bajo la que se puede adivinar una playa a la que irán algunas veces, antes de que la industria la conquiste definitivamente para el tráfico portuario. Y en la margen derecha del cuadro, la inconfundible silueta del faro del delta del Llobregat. La imagen que injerta en él un afecto desmedido y eterno por todos y cada uno de los faros que logra ver. Algo que siempre le proporcionará un placer inmenso, cada vez que tiene oportunidad de acceder a uno, en cualquier rincón de la tierra.

Un barreño al sol. La orientación del piso permite muchas horas de sol intenso y ella no duda. Calienta así el agua con la que, en el mismo balcón, a salvo del viento, les bañará a su hermano y a él. Premonición ecológica, ahorro obligado de teas y carbón para la cocina económica. Privilegio desaparecido a medida que el tiempo les proporciona otras comodidades. Privilegio añorado muchas veces. Agua y sol. Y las manos de su madre mojando, siempre entre risas, su inocencia.

Un balcón en el que rara vez hubo flores, solo algún geranio frustrado y reseco, pero lleno de macetas donde la “esparraguera” (asparagus plumosus) llenaba las barandillas de bosques. 

Bosques propicios para que los indios emboscaran eternamente al 7º de caballería, en aquel tiempo en el que el niño todavía creía que los indios eran malvados y el 7º de caballería era la encarnación eterna de los héroes duros pero justos. Fuertes fronterizos hechos, para desespero de su madre, de trozos de pinzas para la ropa. Durante horas y horas los “casacas azules” resistían en “Fort Apache” el asedio indio, a la espera de un auxilio que se demoraba …….. hasta el instante en que el tiempo de juego acababa y una voz cálida emergía de la cocina y les llamaba a la mesa.

Y empezaba la magia. La de la mas sencillas exquisiteces. Hechizo grabado de manera indeleble en su memoria, sabores inolvidables, guisos únicos, recetas llenas de amor, porque solo así, de amor, cabe calificar aquel milagro permanente de placeres culinarios, brotando de aquellas manos únicas. Afanosas y mágicas, doblemente mágicas…. capaces de dar de comer a sus hijos con un presupuesto inexistente.

Hojas sueltas (III)

XI.-

El bello, el drogadicto y el traidor.

Encontrar en la caja de Emilio, entre varias paginas sueltas,
una con titulo que
parafrasea la celebre película de Leone fue muy divertido.

Leerla fue otra cosa.
Un texto ácido, sin destinatarios aparentes.
O yo al menos no logro identificarlos.
Igual ellos, si alguna vez lo leen, si saben verse retratados. A saber.

 

 

Con trece años era tan guapo que las matronas del barrio opinaban que “parecía una chica”. Guedejas rubias, largas al uso y desaliñadas por supuesto, ojos verdiazules, labios perfectos, nariz exquisita, mentón ovalado, .. lo dicho. Un verdadero ángel de belleza etérea. Permanentemente vestido con un jersey de lana con las mangas mas largas que los brazos y unos pantalones viejos, se codeaba entonces con rockeros de medio pelo, adoradores de “Los Rollings”, apiñados alrededor de un viejo tocadiscos en el que sonaba permanentemente un edición sin censurar del “Sticky Fingers”. El ángel, cuando empezó a hacer sus primeras armas en el tema de las chicas, antes de convertirse en un cobarde, empezó coqueteando con una chica que tenía nombre de flor, era divertida como pocas y destilaba  sensualidad y atrevimiento. De andares felinos, mirada limpia y curvas incipientes pero prometedoras. Un regalo de la vida. Que, de la noche al día, para mi sorpresa y la de muchos, cambió por la compañía de una amiga de su hermana cuyo atractivo, se mire como se mire, todavía hoy permanece oculto. Luego vino lo demás. La Secta y una deriva ideológica. Un matrimonio extraño. Y una huida. Cuando las cosas se complicaron en el entorno familiar, nada de remangarse y ayudar, nada de “caridad cristiana”, nada de amor filial o fraternal. Mejor esconderse en la concha de un proyecto excluyente y darle la espalda a tus orígenes. Salir por piernas cuando las cosas se complican. Y, si se puede, despreciar incluso a la madre que te parió. Ignorar lo que has sido, incluso desde una pretendida superioridad intelectual, ningunear tu propia sangre para instalarte en lo cómodo, en lo fácil. Belleza marchita, al final.

 

 

En aquella época, drogarse era una actitud aparentemente progresista. Solo los muy progres lo hacían. Tenía algo de ruptura. Y pasaba por ser un acto de coraje. Y él, claro, era todo eso. Un dinamizador de su entorno. Un líder natural. Un personaje osado donde los hubiera. Y ya veis, acabó convertido en un memo que se drogaba a todas horas. Si le diéramos voz, con su verbo fácil y sus heredadas dotes de seductor de vía estrecha, podría convenceros de que empezó a drogarse por amor. O algo así. Si algún día lo conocéis, ya os contará la historia. Pero a estas alturas, ya no me la creo. Se drogaba por débil. Simplemente. Y por que, además, podía justificar lo injustificable. El truco mendaz de acabar pensando como vives en vez de intentar vivir como piensas. Pequeño, nervudo, permanentemente ansioso, hecho de rabos de lagartija diría su madre, siempre fue un quebradero de cabeza. Para su padre, que acabó malcriándolo para que no transcendiera su drogadicción, para su madre, que se dejó media vida por arrancarlo de la maldita heroína, heroína ella de verdad, y para si mismo. Que de haber podido ser todo un personaje, optó, al final, por la senda trillada, la perpetuación de alguna perversa tradición familiar y el egoísmo mas recalcitrante. El peor de los egoísmos. El egoísmo del débil.

 

 

Sus hermanos debieron de haberlo ahogado en la cuna. Cuando nació, su padre inundó la casa familiar con sus fotos con gorrito de jockey, a pesar de que el caballo más próximo estaba a cientos de kilómetros de distancia. Suerte que, según tengo entendido, no eran celosos. Y los desvaríos de un padre que ya empezaba a chochear no merecieron mayor eco. Y si todo hubiera quedado ahí….. Su madre podía reñir a sus hermanas mayores porque no le hacían la cama. Si. Habéis leído bien. Tenía catorce años y no se hacía ni la cama. Claro. Que podía venir luego….¡ El pequeño jinete se convirtió en un vago redomado, un cretino que creía merecer todo tipo de agasajos, que se sabía de memoria sus derechos, los que tenía y los que se irrogaba pero que fue incapaz de conjugar ni una solo vez el verbo agradecer y que jamás se planteó que pudiera tener obligaciones para con algo o para con alguien mas que para con él mismo. Incapaz de terminar nada de lo que empezaba. Capaz de morder la mano que le daba de comer. De repetir el mismo error en el plazo de un par de años. Un personaje sin limites morales, un cínico fingidor y artero. El impecable arquetipo del traidor. Lastima lo de la cuna.

La libreta gris. Tercera parte.

X.-

Emigrando, para empezar.

Tras una boda de la que no recuerdo memoria gráfica alguna, salvo, quizás, un pequeño primer plano de mi madre, sonriente…… una boda que siempre dio la sensación de que fue, sin serlo, como a escondidas, el destino fue Barcelona. Teniendo, como tenían, un cierto arraigo en Madrid, jamás se supo el porqué de esa decisión. ¿Qué los llevó allí? ¿El solo hecho de que ya era tierra de promisión? O posiblemente la voluntad de encontrar un nuevo escenario, lejos de toda relación familiar, donde empezar, literalmente, de cero. Porque cero era lo que tenían. Pero, ¿por qué? Parecía más sencillo intentarlo en Madrid, donde él tenía al grueso de su familia y ella había trabajado en la empresa de su tía Rafaela durante bastante tiempo. En algún tenue rincón se esconde, sin duda, un distanciamiento buscado por razones no siempre comprensibles y, desde luego, nunca explicadas. ¿Él estaba herido porque le obligaron a vender, con el pretexto cruel del reparto de una herencia, la papelería en torno a la que pensaba edificar su futuro? ¿Por ello se alejó de todos? ¿Huía de algo mas? ¿O era ella la que no deseaba volver porque había descubierto el deshonesto proceder de sus familiares, propietarios de lo que era una mutua incipiente, en torno a la recién implantada seguridad social?

Sea lo que fuere, Barcelona fue su elección. Y una habitación con derecho a baño y cocina, su primer destino. Frente a los “Jardinets”. Allí vivieron hasta que algunos año después, la puesta en marcha de una factoría automovilística les proporcionó a él su primer trabajo estable y a ella un piso de protección oficial donde cobijarse con su camada. Luego os cuento.

De aquella época era la foto, por supuesto en blanco y negro, donde una joven, cuyo nombre os desvelaré otro día, futura campeona de bolos y luego esposa abandonada en extrañas circunstancias, juega con un niño y unas palomas. Tenue recuerdo de aquellos días. Aparentemente felices. Cerca de la parroquia de los Capuchinos, (un “hola, cordero” incrustado en la memoria evoca a Fray Bernardo), con un entorno amable, al calor de las buenas obras en el Somorrostro, el instante atrapado en la fotografía no permite ver, no desvela todavía una trastienda emocional más compleja. La inocencia del crío flota sobre aquel tiempo que ella evocara siempre como de incertidumbre laboral (algo que, por otra parte, la va a acompañar siempre), tiempo de no llegar nunca puntual a pagar la habitación, lo que recordó siempre con especial amargura por el trato recibido de la patrona, tiempo de sobrevivir empeñando las piezas del ajuar que bordara en su pueblo natal, al calor del brasero, en las frías tardes de invierno, de ver como su esposo, incapaz de encontrar trabajo en una ciudad en la que, sin especial dificultad, podía trabajar de algo quien quería trabajar, se escapaba solo al cine porque, al parecer, solo tenían dinero para una entrada, la de él, claro. Un breve boceto de deslealtades posteriores.

Fue entonces cuando vivió su primer encontronazo con la lengua que nunca aprenderá a hablar. Perdió un buen puesto de trabajo porque colocaron en él a alguien menos capaz y más inexperta, solo porque disfrutaba de un rotundo apellido catalán. Había que oírle contar la historia. Unas veces en clave dramática, otras sacando a relucir una sorna peligrosa, imitando a los protagonistas de lo que, en ese momento, parecía un sainete. Pero lo que cierto es que nadie pudo convencerla jamás de que aquella pérdida de independencia marcó indeleblemente su vida. Fuera o no su plan, quedarse sin trabajo y encinta prácticamente a la vez, selló su destino. Iba a nacer su segundo hijo.

Hojas sueltas (II)

IX.-

 

II.- Una carta

 

                                                                Barcelona, a 12 Diciembre 1.99…

Querido M…….:

Recibí, al día siguiente de que la depositaras en Correos, tu tarjeta y «minuta» de fecha 29-11-9…

Al margen de que coincidió con la mudanza del despacho y la vorágine de horarios y de problemas mil que ello conlleva, he preferido tomarme tiempo para contestarte. No te ocultaré que mi primera reacción cuando interpreté tu envío, sorpresa aparte, fue presentarme en tu casa pero …… dado que has optado por la vía epistolar, aceptaré las reglas que has elegido.

Deduzco de tu misiva que estás dolido y enojado por que mi despacho te facturó el trabajo que realicé para ti con motivo de la compra de tu nuevo consultorio. La verdad es que, en mi ingenuidad, cuando me dijeron que habías pagado mediante un talón a vuelta de correo, interpreté que, sabedor como eres (posiblemente mejor que nadie) de los disgustos que ese tema me ha venido ocasionando tradicionalmente, contento como estabas de mi trabajo, lo pagabas inmediatamente como atención a mi persona.

Y esa deducción, obviamente desacertada una vez desvelado el verdadero sentido de tus envíos, me produce reacciones encontradas.

Déjame decirte, en primer lugar, que me parece que no son maneras de hacer las cosas. Si el envío de la factura te suponía un problema, ¿por qué no me llamaste inmediatamente?. ¿Qué necesidad había de esta serie de gestos (te enfadas si apostillo que los creo más propios de alguien como yo que de una persona de tu rigor intelectual y tu calidad emocional) cuando cogiendo el teléfono podíamos haber hablado en el acto de la cuestión? ¿Qué te impidió llamarme, anticiparme el tema y emplazarme para, como hasta ahora, sentarnos delante de una botella de buen vino y hablar de lo que procediese? No lo entiendo, francamente.

Porque, además, en esos días te llamé para ir a jugar al paddle y no me dijiste ni palabra. Por una desgraciada casualidad (y no busques segundas lecturas, porque no las hay), tuve que suspenderlo y tú tampoco hiciste nada para vernos. Y la mudanza, como te decía antes, hizo el resto.

Pero es que, si en la forma creo que no has estado muy acertado, en el fondo tampoco parece que te asista la razón. Lo he desmenuzado desde varios puntos de vista y no acierto a comprenderte. Entiendo que tu minuta «sin cargo» señala que no podía cobrarte por mis servicios por que una deuda de gratitud eterna para contigo me obliga a trabajar gratis para ti. Es evidente que (¿la falta de práctica?) el redactado de tu minuta es francamente desafortunado. Intento traducirte. Y si me equivoco en la traducción, te pido disculpas anticipadas.

Empiezo por el final. Desde 1.984 hasta la actualidad, me dices. ¿Debo entender que durante todo este tiempo he sido tratado como paciente? Hasta donde me llega la memoria, la maldita memoria, me diste de alta en tu consulta en 1.986, a finales. Y, desde que cenamos en mi casa con P……. (y con el telón de fondo de tu solicitud de oír «You’ve got a friend»), desde entonces …. he pensado que cuando íbamos a cenar, a jugar al billar o a tomar una copa, lo hacía con mi amigo M…, no con mi médico. Y que tú lo hacías con tu amigo Emilio, no con tu paciente. Descubro que ello no era así. Y añado que quizás deberías haberme advertido de ello.

Terapia familiar, me dices. ¿Incluyes allí las veces que has tratado a miembros de mi familia?. Veamos, M…….. Al igual que mientras fui tu paciente, las personas de mi familia que han ido a tu consulta han pagado lo que tu has dispuesto. Hasta donde sé, ha pagado A……, y ha pagado y paga mi hija O……. Lo que has tenido a bien cobrar, lo que ha pedido tu colaboradora encargada del tema. Y cuando te pedí que intervinieras en el tema de mi hermana N……, tanto mi familia como yo teníamos y tenemos la intención de pagar lo que corresponda. Ignoro tus tarifas. No sé si a otras personas les cobras más o menos, ni lo quiero saber. Pero nadie, jamás, ha dado por sentado que nuestra amistad fuera patente de corso para aprovecharse de ti profesionalmente. Y no creo que tú pudieras tener esa sensación fundadamente. Y si alguien se ha colado de rondón en tu consulta y no ha pagado (francamente lo ignoro) ha sido siempre a mis espaldas y contra mi voluntad.

Referencia aparte merece la atención que, en su día, a través del C.A.P., diste a mi madre. Por lo que sé, ella fue honesta contigo y te explicó su situación económica. Y tú la atendiste a través de la Seguridad Social. O al menos eso es lo que tenemos entendido. Hasta que tu te saturaste y la remitiste al C.A.P. que le correspondía por domicilio. Y todo estuvo bien y nadie puso objeciones a lo que tú, libremente, decidías en cada momento. Y si no es así, deberías aclararme el tema. Por que esa es mi percepción de los hechos. Te lo aseguro. Y si por eso se te debe algo, no tienes más que decirlo y mi madre te lo abonará.

Y durante todo este tiempo, me has hecho consultas sobre todo lo que se te ha antojado (cuando vendiste tu piso en Avda. M………. y compraste tu casa actual, de tu renta, de mil cosas que has tenido a bien comentarme), y jamás te he dicho nada. Antes al contrario. Y cuando he podido, en la medida de mis posibilidades, he correspondido a tu amistad con la mía y a tus detalles con los míos.

No puedes ahora, por que te cobro un trabajo, ponerte así. No soy un desagradecido, si es eso lo que te duele. Tu has cobrado a quien has querido, lo que has querido y como has querido. Tú has organizado la cuestión a tu libre albedrío. Y nadie ha tenido ni tiene nada que objetar. Y mi agradecimiento ha quedado patente, no sólo en mis palabras sino, por ejemplo, recomendándote a decenas de personas que han pasado por tu consulta (y a muchas otras que no han querido ir).

Por eso, cuando llega mi trabajo, no tienes derecho a dar por sentado que no debo cobrarte. Mi trabajo es tan digno como el tuyo. Puede que no goce de esa aureola que os coloca a los médicos (señores de la vida y de la muerte) por encima de toda consideración, pero también merece respeto. Y te hice un buen trabajo. Te di un buen consejo inversor. Velé por tus intereses adecuadamente, propicié el final feliz de la cuestión y mi presencia (ponderada incluso por el abogado del vendedor) te ahorró muchos quebraderos de cabeza. Por eso el despacho te facturó, con una bonificación importante, en atención a ti.

Añadiré, si me lo permites, una reflexión final. Pseudofilosófica, si lo prefieres. Además de todo lo anterior, creo que existe otro error en tu pulsión del tema. Dando por sentado, aunque sólo sea a efectos dialécticos, que, en medio de nuestra amistad, pudiera deberte algo, que tengo contigo una deuda de gratitud pendiente, en última instancia soy yo como individuo y como persona, quien decide cómo, cuando y donde la pago. No se cobran las deudas de gratitud, no puedes cobrármela tú. La pago yo. Y creo tener derecho a decidir en qué circunstancias.

Desgraciadamente, este problema no es nuevo. Y siempre lo he resuelto igual. Y tú lo sabes, por que precisamente cuando ejercías de psiquiatra conmigo, supiste de las angustias que me causaba la gente que daba y da por sentado que no les tengo que cobrar. Y por ello, de siempre, cobro a todo el mundo. A mis amigos, con una bonificación. Pero todos pagan. P….. pagó por su separación, por su divorcio, por la venta de su piso, etc…. R… paga. J.. paga. Y la amistad no se mezcla con la profesión. Como entendía que estabas haciendo tú también.

Añadiría un montón de cosas, pero esto va camino de convertirse en algo demasiado extenso. Es posible, en cualquier caso, que no te guste lo que acabas de leer, o que no lo compartas. No tienes más que hacer lo que, entiendo, debiste hacer el primer día. Coges el teléfono y me llamas. Y defiendes tus argumentos delante de la botella a la que antes me refería. Con la misma fiereza con la que te escribo, con el mismo afecto – espero – con el que te escribo. Por que, puedes creerme, si no te quisiera, esta vez hubiera pasado la página como me enseñaste.

Un fuerte abrazo

Emilio

 

                                     

                                                      Al acabar de leerla, antes de reordenar el texto y pasarlo a limpio, recordé la historia. Emilio había hablado de la carta y la peripecia vital que escondía alguna tarde perdida, al calor de las confidencias que desata el vino. Hasta donde yo sé, su carta nunca tuvo respuesta.

Hojas sueltas (I)

VIII.-

En la caja de Emilio había, creo que ya os lo conté, un puñado de hojas sueltas. Temas aparentemente aislados. Notas garabateadas apresuradamente, borradores apenas abocetados, bosquejos de cartas, …. Como si al no incorporarlos a la libreta gris, hubiera querido dejarlos al margen. Pero dignos de ser tomados en consideración. Algunos teñidos de amargura. O eso me parece a mí. Recuerdos que el tiempo no parece haber mitigado. Están llenas de tachaduras y «pentimentos». Las he «pasado a limpio» y las publico como creo que él hubiera querido. Esta es una de ellas.

 

No money, no show.

No era todavía época de artistas ambulantes por las calles de nuestra ciudad. No era habitual. Algún músico, si. Pero funambulistas, mimos, malabares… esos vinieron después. O al menos, creo recordarlo así. No tenía noción de ello. Quizás simplemente por que estaba tan destruido entonces, mi dignidad andaba por los suelos, que mucho de lo que sucedía a mi alrededor me pasaba desapercibido. Pero de verdad que no los recuerdo.

Malos días. No sé si alguna vez has tenido esa sensación. Nada encaja, nada está en su sitio. Todo lo que intentas fracasa o no funciona. Nadie parece reparar en tu existencia. Cuesta respirar. Una mano atenaza tu garganta. Te pesan los ojos que, además, se pasan las horas al borde del llanto. El latido de tu corazón o es apenas perceptible o se te desboca en el pecho. Como si estuviera o a punto de detenerse o a punto de hacerte estallar el plexo solar y salir huyendo. Aquello no era vida.

Mi amigo, cuasi-hermanos escribiría años después, en un alarde de cinismo, creo que no estaba mucho mejor que yo, pero lo gestionaba de otra manera. Tenía un orgullo que lo mantenía en pie. Para que luego digan que el orgullo no lleva a ninguna parte. Y como aún era mi amigo, estuvo ahí. De lo poco que hubo entonces.

El sinsentido en el que no vivía tenía muchas consecuencias. No todo eran noches insomnes. Quizás ni siquiera era lo peor. Al fin y al cabo…. devoras libros o intentas que la música alivie tu angustia y todo eso que tienes. Acabas haciendo de la necesidad, virtud. No. Lo peor posiblemente fuera que todo ello agigantaba los miedos que venían contigo desde la infancia. Los convertía en titanes que te tomaban rehén sin posibilidad de rescate. Y atrapado, te instalabas en el pánico a todo. Miedo a ir y a no hacerlo. A intentar algo y lo contrario. A decir y a estar callado. Mal compañero el miedo. Creedme.

Y entre mis fobias, la de salir de las fronteras de lo que entonces era mi país. Terror, literal, a lo desconocido. Y ahí mi amigo estuvo al quite. Viajero empedernido, tenia un congreso de su especialidad en Leiden. Y allá que fuimos. En un coche al que él llamaba cariñosamente “el armario” y que debía ser un modelo antiguo de Seat que no soy capaz de recordar. Un armatoste. La verdad es que los coches me han importado toda la vida un comino. Pero esa es otra historia.

Loco del volante, podía estar horas enteras conduciendo. Para mi era incomprensible, pero era inútil razonar con él. Volante y asfalto lo convertían en un tío feliz. Y locuaz. No callaba nunca. Mezclaba temas compulsivamente. Música y paisaje, anécdotas de sus guardias médicas, coches y motos, alguna evocación del colegio, alguna anécdota sobre antiguos compañeros, y de nuevo música y coches. Radiografiaba, mientras las tarareaba, sus canciones favoritas y radiografiaba los coches de su devoción. Y lo dicho. Allá que fuimos. Insomne como era entonces, no tardé en quedar dormido.

Desperté al pie de la Torre Eiffel. Había tenido la humorada de entrar en Paris solo para darme esa sorpresa. Eran las seis de la mañana y hacía frío. La torre estaba cerrada. Ya subiríamos otro día. Una baguette con mantequilla y a Leiden.

Por supuesto, a mi no se me había perdido nada en un congreso de oncólogos. Meritorios, que duda cabe, esforzados, pero una compañía francamente aburrida. Que me perdonen. Así que el destino inevitable fue Ámsterdam. Donde, obviamente, nunca había estado. Centraal Station, Jordaan, Nieuwendijk, Kalverstraat cuando todavía no se sabía una calle cara y pasear por ella era un placer reconfortante, el Singel y el Bioemenmarkt, el mercado de las flores, entre barcazas orilladas en el canal. No estuve muchas horas, pero por razones que desconozco la ciudad se me incrustó en el alma. Sin previo aviso, como por ensalmo, la ansiedad dio paso al sosiego. Y por un rato recuperé la calma y la sonrisa, y esa sensación olvidada de estar bien contigo mismo y con el resto de la humanidad. Y solo pudo ser la ciudad. Porque durante las horas que pasé allí, solo hablé con el camarero del Café Karpershoek, eso sí, en mi lamentable inglés. Era la primera vez que respiraba el aire libre que era la esencia de aquella ciudad. O dicho de otra forma, aunque pueda parecer ridículo porque probablemente lo es, en aquel momento y para mí, era una puerta de salida. Que me permitía intentar dejar atrás un mundo claustrofóbico y pequeño, de creencias simples, obligaciones rutinarias y cotidianeidad mediocre. Y de soledad y desamor. Claro. Luego, con el transcurso del tiempo y los viajes posteriores te das cuenta de que la ciudad tiene más mucho más que ofrecer. Pero aquel día, aquella pincelada era mucho.

Y la plaza Dam. Iglesia, palacio, hotel y monumento. Y los puestos donde comer arenques con pepinillo y cebolla.

Él estaba allí, en el centro. Cama de vidrios, colchón de clavos, botellas, trapos, aros y bastones metálicos. Su tenderete lograba tu atención aunque no quisieras. Y el corro de curiosos fue tomando forma. Unos pocos primero, algunas decenas después. Cuando el zíngaro estuvo cercado por una pequeña multitud, se agachó para coger una gorra cochambrosa. Armado con ella, inició una vuelta al ruedo agitándola levemente, para que los presentes se dieran por aludidos y la llenaran de monedas. O algún billete, claro. Que él no le iba a hacer ascos.

Uno de los curiosos, en el otro extremo del corro, despeinado, tejanos viejos y anorak roto, ojos mezquinos, interpeló al artista. “Hey, man, how are we going to give you money if we have not seen what you know how to do?”. La interpelación sonó como una bofetada. El fulano del anorak roto tenía cara de pocos amigos. Un breve silencio. Frío hasta en las pestañas.

Giró sobre si mismo. Pocas veces he vuelto a ver tanto orgullo en unos ojos. Encaró al entrometido, lo taladró literalmente, paseó la vista por el resto de la gente y escupió: “No money, no show”. No se que hubiera dado por esa fiera dignidad. 

Le llovieron las monedas. Y cuando remató la vuelta y el casquete bullía de monedas, dio comienzo al espectáculo. Ritual antiguo para embaucar a un puñado de curiosos con cuatro trucos simples pero efectistas. Su show. Supervivencia en estado puro. Piel curtida, insensible al dolor. Fuego en la boca, fuego en los ojos. Aquello era dignidad. Lo demás, paisaje.

Una foto ya descolorida, revelada por contacto, vertical, de apenas ocho por cinco centímetros es el único recuerdo material que he conseguido rescatar.

Emilio dejó la foto cogida con un clip a la pagina del relato.

 

 

 

Las fichas (II)

VII.- 

Ficha B

Libros, música y efectos colaterales.

 

Mis padres no leían habitualmente. No tenían opción. Supongo que no tenían ni oportunidad. Ella nunca tuvo tiempo. Y él no estaba. Sobrevivir era la tarea y cada uno lo hacía a su manera. De hecho, resulta difícil saber si, caso de haber podido, se hubieran aplicado con la literatura. No recuerdo rastros de que tuvieran ese hábito. Pero, aunque pocos, en casa siempre hubo libros. Pensando en nosotros, supongo. Y de ellos mamé a destajo todo lo que pude.

Una librería de salón. Sin pretensiones. Y en ella una breve colección de lo que entonces eran mini libros, de la Editorial Aguilar, Colección Crisol, con un par de decenas de títulos variados. Desde “Sandokan / La mujer del Pirata” hasta “El Cantar del Mío Cid”. Desde Fray Luís de León y “La perfecta casada” hasta “El caballero de Olmedo” de Lope de Vega. Y Tirso, y Calderón, y San Juan de la Cruz, Y Marquina y “En Flandes se ha puesto el sol”. Si, también Marquina. En un rincón de la estantería, sutilmente oculto, el libro del Dr. López Ibor. Y en lugar preferente, lecturas sugeridas para nosotros. Los dos libros de Quoist. “Amor: El Diario de Daniel” y “Dar: El Diario de Ana María”.El teólogo francés, entonces de moda, escribió, entre otros, un par de libros en los que abordaba con un lenguaje pretendidamente moderno una especie de aproximación desde las tesis católicas a la realidad cotidiana. Bajo la ficción de dos diarios adolescentes, se intentaba, tal y como pretende siempre este tipo de autor, teorizar y, sobre todo, adoctrinar a los adolescentes sobre el futuro, marcando la ruta que debía seguir su vida afectiva, y, en especial, su sexualidad. Atentos a los títulos y el matiz masculino/femenino de ambos. Sugerencia, sin duda, del confesor de mi madre, él había dispuesto que esos libros debían formar parte del itinerario formativo de sus hijos adolescentes. Y, disciplinada, así lo hizo. Sin fisuras, como siempre, sin demasiado criterio propio, porque, entre otras coas, esa es la utilidad de un confesor. Esos dos libros y el del jesuita Martín Vigil, “La vida sale al encuentro”, creo que fueron la guía pedagógica que nos brindó en la adolescencia. En especial a mi. Porque, hasta donde soy capaz de recordar, mis hermanos no debieron de leerlos. Ya eran muy listos entonces.

Lector precoz, devoré los tres una y otra vez, en un bucle malsano, intercalándolos, afortunadamente eso sí, con las aventuras de Sandokan (creo que esos libros, los dos primeros de la saga, llegué a sabérmelos casi de memoria), y los clásicos de Crisol. Me fascinaba en especial “El cantar del mío Cid” y la afrenta de los infantes de Carrión. ¿Cómo evitar que la mente desbocada de un niño de doce o trece años no soñara con Yáñez, o con Álvar Fáñez?. Imposible sustraerse al sueño de ser Aníbal, no refugiarte en Capua y galopar a la conquista de Roma. Y luego estaba Lope. Me gustaban y aún me gustan mucho sus obras de teatro. Incluso podría recitar algún trozo, si la ocasión lo merece.

También estuvo la biblioteca del colegio. Si es que se puede llamar así a un armario con puerta de cristal, colocado en una especie de antesala del pasillo por el que los profesores accedían a las clases. Del orden de doscientos libros, mal contados, de historia, biografías y relatos de descubrimientos. Alejandro y Aníbal. Julio César. Los Escipiones. Atila. Ricardo “Corazón de León”. Gengis Khan. Marco Polo. Colón, Cortes, Núñez de Balboa, Magallanes y Elcano. Y Da Vinci. Y Stanley y Livingstone, por supuesto. Y las crónicas de los viajes de Scott, Amundsen y Peary. Que entonces, por su dureza, casi eran relatos de terror. La soledad y la locura impregnaban sus páginas desoladoras. Sin novelas. No había novelas en aquel armario. Bueno. Miento. Había una. Que valía por cien. “La Isla del Tesoro”. Leída varias veces, casi compulsivamente. Confieso que, desde entonces, mi amor por Stevenson no ha hecho mas que crecer.

De los tebeos, otra de mis pasiones, prefiero hablaros otro día. Pero también estuvieron allí.

Quién les había de decir, ajenos, por supuesto, a las tesis de aquellos libros que acabarían por hacernos, por hacerme, más mal que bien. Ignorantes de que aquella visión de la vida y de la realidad me iba a meter en una burbuja emocional totalmente deformante. Desconocedores de que el precio que habré de pagar, años después, para vivir con sus efectos primero y para intentar escapar de ellos después, será extremadamente doloroso.

Pero hubo mas. Amén de los libros, propios o prestados, felizmente, llegó la radio. Y con ella, la música.

Aquel bendito aparato de radio, una Telefunken comprada a plazos, pagada tras no pocas odiseas, fue la ventana. Su capacidad de llenar las horas e inundar la casa de música fue media vida. Había otras cosas, claro. Desde el “Ángelus”, “el Ángel del Señor anunció a María….”, hasta “el parte” de la Radio Nacional que fundara Millán-Astray y que entonces aún destilaba fascismo por todo el dial. Y Radio Miramar. Y Radio Juventud. Pero, sobre todo, estaban los programas musicales y “de variedades”. Para mi, un programa de radio en especial. No consigo recordar ni nombre ni emisora. Discomanía o El Gran Musical. No estoy seguro. Pero no olvidaré jamás la sintonía. The Marcels. Aunque entonces no pudiera saber el nombre del grupo porque ninguno de los locutores se hacía eco de ella, la especial y singular introducción de “Blue Moon” era magia. Escuchadla. “Bom ba ba bom ba bom ba bom bom ba ba bom ba ba bom ba ba dang a dang dang. Ba ba ding a dong ding Blue moon moon blue moon dip di dip di dip Moo Moo Moo Blue moon dip di dip di dip Moo Moo Moo Blue moon dip di dip di dip. Bom ba ba bom ba bom ba bom bom ba ba bom ba ba bom ba ba dang a dang dang Ba ba ding a dong ding”. Una chifladura “doo wop” fascinante. Una onomatopeya musical inconfundible. Con ella empezaba todo. Una sintonía que te daba acceso a un mundo maravilloso.

«Blue moon, now I’m no longer alone
Without a dream in my heart
Without a love of my own»

y que abrió la senda a lo que luego fuera casi toda la música del mundo.

Aunque a ella, a mi madre, quien le gustaba de verdad era Gloria Lasso. “Luna de miel”. “Nunca sabré cómo tu alma ha encendido mi noche. Nunca sabré el milagro de amor que ha nacido por ti. Luna de miel”. La votaba por las noches, escribiendo breves cartas al final de una jornada eterna, para que volvieran a ponerla en uno de aquellos programas en los que los oyentes podían decidir quien era el o la mejor cantante o canción. Y la oías tararearla suavemente mientras se acostaba en aquella cama casi siempre vacía. Y, por supuesto, todos los sábados, “Fantasía”. De la mano de aquellos cuatro monstruos radiofónicos. Almendros, Fernández, Arandes y Gallo. Y los inacabables duelos entre “dinámicas” y “guardiolistas” que siempre le producían una sonrisa escéptica. Ventajas de la equidistancia musical. Aunque siempre sospeché que los matices de la voz del inefable “Pepe Hucha” no le desagradaban en absoluto.

Mi padre tenía gustos mas eclécticos. Flamenco, claro, que por algo había nacido en la tierra de María Santísima. Y rumba. Como no podía ser de otra manera, rumbero él para muchas cosas. Bambino y Peret. Y “El Pescailla”. Pero también baladistas románticos, tipo Tom Jones o Engelbert Humperdinck. Y luego, tiempo después, eso si, José Feliciano y Simon & Garfunkel. Moderno él, para casi todo. Aunque eso fue después. Mucho después.

Pero de la mano de la Telefunken, se empezaban a respirar otros aires. Sobre todo, porque permitía atisbar que hay afuera estaban pasando cosas, había otros mundos. Los Sirex, Los Brincos, Los Salvajes. Y, claro, The Beatles y The Rolling Stones y toda la oleada de pop-rock británico: The Hollies, The Who, The Animals. Y aquel loco maravilloso de Them, el irlandés que, entonces no lo sabía aún, iba a acompañarme el resto de mi vida. Y Dylan. Y los Beach Boys y “The Mamas & The Papas”. Y Tamla Motown. La maravillosa música de “la joven América”. The Miracles, The Supremes y The Four Tops, mi segundo single:

“Reach out (reach out for me.)
I’ll be there, with a love that will shelter you.
I’ll be there, with a love that will see you through.
I’ll be there to always see you through”.

Y, claro, Otis Redding y Aretha Franklin. Mi otra única devoción verdadera. Y los cantautores. El inicio de una ruta inacabable, el comienzo de una aventura que aun persiste.

Bendita Telefunken                 .

Y, mensajes genéticos al margen, esa fue una parte del material básico con el que se forjó mi barro primigenio. Una mezcla inverosímil de libros escogidos entre la “guía espiritual” y la casualidad, llenos por igual de guiños rancios y de aventuras sin fin, para llenar un corazón adolescente de sueños inverosímiles y de ideales absurdos. Y, al rescate, la música que irrumpía entonces como un torrente que iba a sacudir nuestras vidas. Lo que parecía una simple forma de evasión acabó por convertirse en una medicina singular para paliar los efectos del complejo mundo emocional en el que debíamos vivir, prisioneros, sin duda, de lo que trataba de conformar nuestra propia esencia, aquel sincretismo de religiosidad, fascio y machismo que mamábamos desde el origen, que formaba parte de nuestro ADN, que se incrustaba en nuestra mente y tatuaba nuestra piel. Códigos e ideas inaceptables. Y un fango espeso en el que estuvimos chapoteando, aún sin saberlo, demasiado tiempo. El que tardó en llegar la curación.

 

“And I wanna make love to you yes, yes, yes
when the healing has begun»

“And The Healing Has Begun”
(“Into The Music” 1979 Van Morrison)