La libreta gris. Cuarta parte.

 

No me sorprendió encontrar estas líneas entre los documentos de Emilio. Sabía de la existencia de este texto, porque me lo había leído en vísperas de una Navidad. 

Y recuerdo que la versión que entonces compartió conmigo era algo diferente. Y que el primer párrafo le generaba muchas dudas. Pero, por lo que parece, al final, lo dejó así.

 

Mi madre y yo

No sé si os lo he contado alguna vez, pero mi madre se llamaba Natividad, aunque todos la llamaban Nati. Había nacido en un lejano pueblito cercano a Sos del Rey Católico, precisamente el día de Navidad de 1925. De ahí su nombre. Nació el mismo año, por citar a alguien, que Celia Cruz, o Gore Vidal o Robert Kennedy o Ignacio Aldecoa. O que B.B. King. Y antes de ella, solo un par de semanas antes de ella había nacido Carmen Martin Gaite. Era el año de la muerte de Erik Satie. Y de Pablo Iglesias. El año en que se publicó “Marinero en tierra” y, a titulo póstumo, “El Proceso”, de Kafka. Y en el que Sergi Eisenstein estrenó «El acorazado Potemkin». Y, curiosidad donde las haya, el año en que la R.A.E aceptó el verbo “piropear”.

Pero, dejadme decíroslo, su vida no tuvo el brillo de ninguno de los personajes que os he citado. No alcanzó celebridad alguna. Ella fue una heroína anónima. En realidad, da un poco igual donde y cuando nació. Eso solo sirve, quizás, para añadir algo de contexto. O para explicar, en parte, la soledad en la que vivió durante muchos años. Nacer allí, y entonces, no predecía una vida amable. Por mil razones.  Y asi fue.

Pero, hablando de su relación conmigo, lo relevante es que mi madre, a la que yo quería de la manera mas sencilla y mas incondicional del mundo, vinculándome a su mundo, del que colgaría el mío, me hizo lo que soy. Es posible que lo que tengo sea fruto de mi esfuerzo, pero lo que soy, es su obra. Con sus luces y sus sombras, que las hay, por supuesto, pero soy su obra.

Y eso que creo que no llegué a conocerla bien. Entendámonos. Sabía como era, como se iba a comportar o como iba a reaccionar, de la misma manera que ella sabía como era yo, y podía predecir casi sin error lo que iba a hacer, pero saber de su vida, saber como se había ido construyendo aquella persona que me había parido y que siempre estaba allí, no logré saberlo. Quizás es la ansiedad que surge de la ausencia, pero lo que supe de su vida hace mucho tiempo que me sabe a poco. O, dicho de otra manera, no supe todo lo que me hubiera gustado saber de ella, sobre ella. Y no fue que le prestara poca atención. Y mucho menos, que no la quisiera lo suficiente. Solo que tengo la impresión, certeza desde que tuve uso de razón, de que nada fue fácil en su vida. Y eso la hizo algo reservada con sus vivencias.

En aquellos años, en aquel momento, y es posible que siempre sea así, las madres, igual que los padres, no les contaban a sus hijos todo lo que habían vivido. Se trataba de dejar atrás una época dura como pocas, y una forma de dejarla atrás, era intentar desvincular a sus hijos de aquel pasado terrible. Pensad que, desde su nacimiento al mío, pasaron no solo sus 27 primeros años, sino, como el que no quiere la cosa, la Dictadura de Primo de Rivera, la II Republica y la Guerra Civil, además de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra de Corea. Casi nada. Así que ahora tengo la impresión de que, consciente o inconscientemente, vete a saber, solo nos contaban pequeños retazos que retrataban una juventud mucho mas feliz de lo que realmente había sido. Seguro. Ella siempre se esmeró, hasta que no pudo mas, en tratar de conseguir que, penurias al margen, nuestra infancia fuera lo mas alegre posible.

Era religiosa, conservadora, aragonesa, por ese orden y sobre todo, honesta. Nunca hacia trampas. Ni se engañaba ni engañaba. Eso sí, entusiasta del esfuerzo, del espíritu de sacrificio y dotada de un desmedido afán de superación, difícilmente desmayaba. Y era una persona buena, buena hasta lo indecible, sufrida, en el estricto sentido de la palabra, como casi todas las mujeres de su generación, viviendo lejos de sus raíces, intentando construir un entorno afectivo nuevo, en el que empezar por enésima vez a ubicarse, lejos de todo lo que fueron sus primeros veinte años, precedida, por otra parte, de un cierto hálito trágico, nacido de la hostilidad emocional que le deparaba su lugar en la familia, hálito del que nunca pudo desprenderse.

Y necesitada de afecto. Muy necesitada.

Y es sabido que, en esas circunstancias, las madres tienen tendencia a aferrarse a sus hijos, cayendo, a menudo, en el exceso. Con el riesgo que de ello se deriva. Madres posesivas que acaban por destruir la vida de sus hijos. Todos conocemos montones de historias que empiezan así y acaban en tragedia. Pero, sin embargo, no fue su caso. A pesar de esa necesidad, su capacidad para resistirse a la tentación de esa posesividad enfermiza que se apodera de tantas madres fue ejemplar. Y ese era uno de los fundamentos de nuestro amor. No recuerdo que quisiera apoderarse de mi. Es verdad que me necesitó muchas veces, y, que recuerde, siempre estuve allí, pero tenía la virtud de sugerirte, no la costumbre de gobernarte. Y nunca me faltó mi espacio. Siempre pude ser el que quise ser, sin esas dependencias enfermizas de los varones que no son nada, o casi nada, sin su madre. Ella sabía su sitio y respetaba el mío. Si cualquiera de los dos necesitaba al otro, solíamos estar allí. Mas o menos cerca, pero allí. Lo que no impidió que influyera en determinados aspectos de manera decisiva.

Es verdad que de crío intentó por todos los medios encauzarme hacia lo que ella creía que era lo mejor para mi. ¡Qué madre no lo intenta! Y su peculiar manera de entender algunas cosas, en especial la religión y la sexualidad, marcaron etapas de mi vida. Y eso deja poso. Pero cuando di síntomas de querer ser yo y no el que ella quería que fuera, su instinto y, porque no decirlo, su sabiduría y su amor, sobre todo su amor, me permitieron cortar amarras, me dejaron ir. No me retuvo. No me detuvo. Y confió en mi.

Debo confesar que, si pudiera recuperar algo relacionado con ella, nostalgia vana, ¡ya lo sé!, sería que pudiéramos volver a conversar, mano a mano; sentarnos cerca de una chimenea, atizar un buen fuego y escucharla contar historias, pedirle que me contara todo lo que no supe de su vida, todas esas historias suyas que nadie sabía. E incluso que me volviera a contar algunas que aún recuerdo. Cuando escribo estas líneas hubiera cumplido 85 años. Pero no tuvo esa suerte, porque un segundo cáncer se la llevó al inicio del siglo. Desde entonces y aun ahora … la echo de menos. ¡Claro que la echo de menos! No siempre, no a todas horas. Pero la echo de menos. Y siento no haberla disfrutado un poco más. Pero la vida es así y ella no me perdonaría que su ausencia me debilitara. La relación que teníamos nos hacía felices. Nos queríamos mucho, mucho. Pero sabíamos querernos. Nos queríamos bien.

                                                                           Barcelona, diciembre de 2010