El mote

 

Dedicado a I.S., donde quiera que esté

 

No cumplí los doce hasta noviembre de aquel curso. Y si era algo a esa edad era un pozo de desconcierto. Y me pasaban las cosas que me pasaban. Ahora os cuento.

La conocí en su casa.

En junio del siguiente año, cuando aun me faltaba medio año para cumplir los trece, me habían suspendido 3 asignaturas en tercero de bachiller. Me podía haber excusado con mi mala relación con D. Vicente, D. Vicente Fernández de Gobeo, de infausta memoria, una tortura para mi. Pero D. José María Arroyo, el director, con la autoridad que emanaba de su más que respetable figura, no me dio opción. Sin permitirme el alegato, me sentenció: “Estas no son las notas de un hombrecito”. Touché.

Ni que decir tiene que, en nuestro barrio, no había secretos. Y, a esas alturas, todo el mundo sabía, él incluido, por supuesto, que habíamos caído victimas de un furor preadolescente que, cuando no estábamos en clase, nos tenía “dando vueltas a la manzana”. Un singular ritual, que creo haber relatado ya, que nos permitía cruzarnos con las niñas de nuestra edad, que, todo hay que decirlo, también andaban alborotadas. Y, no penséis, la cosa no pasaba de ahí. Adiós, adiós, unas risas y a otra vuelta. Pero ella, entonces, no estaba en el grupo de las niñas con las que tonteábamos.

Mi madre, en materia de estudios, no hacía concesiones. Si algún objetivo claro tenía en esta vida era que sus hijos estudiaran una carrera. Para que no les pasara como a ella, que se sabía dueña de una inteligencia natural muy por encima de la media, pero que se había visto abocada al matrimonio y la maternidad porque entonces las chicas no estudiaban una carrera. Por resumir.

Así que aquellos tres suspensos no merecieron piedad. Antes de que se secara la tinta con que se habían impreso las notas, ya estaba buscando “profesor particular”, que era la expresión que, entonces, abarcaba todas las opciones posibles para remontar el desastroso resultado.

Y la elección no debió de ser sencilla, porque, además, tenia un coste económico imprevisto que, para presupuesto tan menguado, era de difícil encaje. Así que, entre los diferentes candidatos, la elegida fue una amiga de la familia. Que, además de tener el habilitante titulo de maestra, ajustó el precio y cobró poco. O igual hasta lo hizo gratis. Por ayudar. Las clases, para comodidad de todos, iban a ser en su casa. Y allí que fui. Con las orejas gachas y el rabo entre las piernas. El listillo había cateado tres y la exposición publica de su fracaso formaba parte de la penitencia inherente. Todo el mundo sabía adonde iba a media mañana, camino de la letra “B”.

Aquellos pisos eran algo mas grandes que el resto de las viviendas. Así que en una de las esquinas había un saloncito que debía tener, aproximadamente, unos doce metros cuadrados, quizás algo mas. Lo recuerdo estrecho y largo. Un tresillo sencillo, en suaves tonos marrones, dos mesitas laterales, imitando madera, entre el sofá y los dos sillones individuales, y una lámpara de pie con pantalla de algo parecido al pergamino era todo el mobiliario. No recuerdo cuadros ni nada similar. Aunque eso no garantiza que no los hubiera. Y un ventanal tras el sofá, que, a esas horas, llenaba de luz la habitación, lo que la hacía muy agradable. Aunque fuera para repasar asignaturas suspendidas.

La maestra era encantadora. Y comprensiva con el reo. Dió por sentado que en septiembre íbamos a aprobar. Empleaba el plural como síntoma de implicación y confianza en mis capacidades. Alguien le debía haber explicado que era una situación inhabitual, fruto mas bien del alocamiento que de la falta de talento. Y tenía paciencia. Lo que era de agradecer. Una mujer madura, casi cincuentona, de rostro afable, cabello corto, lo que entonces se llamaba a lo “garçon”, ojos vivarachos y despiertos, sonrisa luminosa y voz suave. Y que nunca paraba quieta con las manos. De hecho, había mas expresividad en su gestualidad manual que en todo lo que llegaba a verbalizar, que no era poco. Mi madre había elegido bien.

Debió de ser el tercer o cuarto día, y llevábamos apenas quince minutos de clase. La puerta del saloncito se abrió sin apenas ruido y, con andar gatuno, una niña de mi edad se deslizó hasta el sillón individual que estaba frente a mi, en el otro extremo de la estancia. Mi sorpresa interrumpió brevemente la explicación de mi profesora; miró de soslayo a la que luego supe que era su sobrina, volvió los ojos hacia mi, pestañeó apenas y siguió con su disertación. La niña llevaba un libro en la mano e inmediatamente, fingió leerlo, pero incluso un despistado crónico como yo podía percatarse de eso. De que fingía. En realidad, no apartaba la vista de mi. Aquellos ojos vivaces me escrutaban como nunca hasta entonces había hecho nadie. Y menos una niña de mi edad. Solo los tímidos pueden intuir lo que, mientras defendía la clase como Dios me dio a entender, me pasaba por dentro. Solo las personas que padecen timidez crónica pueden saber de qué les hablo. Salvé el trámite como pude y logré terminar la clase. Pero cinco minutos antes de acabar, ella se levantó. Pude, entonces, darle una rápida ojeada. Era el vivo retrato de su tía, pero con nuestra edad. Cabello castaño, corto, muy corto, en una versión adolescente del peinado de mi improvisada profesora. Vestía falda plisada, con poco vuelo, de color azul marino y blusa blanca. Apenas pude distinguir que calzaba porque desapareció igual que había llegado. Felinamente. Eso sí. Pude ver que era muy bajita.

Acabada la clase, recuperé la calle y empecé la indagación. ¿Quién era?

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Supe quien era, claro. Y con ello, supe del mote con que se la obsequiaba, pura crueldad, mote que, por otra parte, debo confesar que yo también usaba. Un mote que ahora nos debería poner poco menos que al borde del procesamiento. Un mote despectivo e hiriente como pocos.

Pero, cosas de la vida, acabó gustándome porque me habían dicho que yo le gustaba, cuestión esta, que realmente, nunca supe si fue cierta o no. Y no quisiera que ahora parezca que, cobardemente, reniego de lo que pasó, de lo que viví. De verdad que no es eso. No recuerdo que me quitara el sueño, síntoma, que, como todos sabemos, es clave para diagnosticar sentimientos. Pero a estas alturas, a mi edad, tampoco puedo engañarme. Bendita ingenuidad la de entonces. La de aquella edad precoz. Cosas de críos, sin duda. Porque después de un primer enamoramiento, este si, sufriente por no correspondido, ese detalle, gustarle a alguien, aunque solo fuera un poco, aunque solo fuera a distancia, era importante. A pesar de mis aires, ya empezaba a dar los primeros síntomas de la baja autoestima que viviría después. Claro que en ese momento y en esa época ni nadie podía darse cuenta de ello, ni yo podía interpretar las señales, y, mucho menos, intuir lo que vendría luego. Pero esa es otra historia.

Ella era una adolescente alegre, divertida, probablemente la mas madura de todo su grupo, que cargaba a sus espaldas con una orfandad muy temprana, pero que desprendía alegría de vivir a todas horas; solo que, por entonces, aprovechando esa superioridad emocional que tienen las chicas de tu edad, se dedicó a divertirse jugueteando con el proyecto de adolescente que yo era entonces; muy aparente por fuera, pero, en realidad, inseguro y tímido hasta la enfermedad. Era lo que había, era lo que tocaba. No hace falta decir, llegados a este punto que, por supuesto, nunca hubo ni el más leve atisbo de nada. Y si lo pudo haber, que no creo, mi timidez lo hubiera abortado, lo abortó, de hecho, de raíz. Era incapaz de acercarme a ninguna chica. Probablemente, de tanto como me gustaban. Vamos con ello.

Al principio, entonces, todo lo que teníamos eran los guateques, en algún piso, donde padres mas permisivos, o mas sutiles, nos permitían bailar. No recuerdo que bebiéramos. Aunque quizás se bebía y yo ni me enteré. Que podría ser. En casa de Tony, por ejemplo, hicimos muchos. Un tocadiscos sencillo, un puñado de singles y una pandilla de adolescentes. Tarde completa. Y hasta el domingo que viene.

Un día ella logró la autorización paterna, un señor serio que realmente imponía, para organizar un guateque en su casa. Donde, en aquel agosto, había atisbado la existencia de lo que para mi ya era un tesoro. Su hermano mayor tenía bastantes singles y E.P.’s de muchos de los grupos que me gustaban a rabiar. Así que no podía faltar. Hubo que pasar por el trámite de la lista de invitados, que, por mor del espacio, era limitada. Y cuya composición daba pie a juegos y especulaciones de casi todas clases. Pero estaba entre los afortunados. Y allí que fui.

Para mi vergüenza y escarnio. Todavía hoy no sé explicar lo que me pasó. Fue verme allí y empezar a coagulárseme la sangre en las venas. Un ataque de timidez terrible. El primero de algunos mas. Pero ese no lo olvidaré en la vida. Allí estábamos casi todos. Empezaron a sonar en el pick-up, uno de los lujos de la fiesta, “Les Surfs”. Un grupo de hermanos malgaches, cuatro chicos y dos chicas, que, además, al encanto de sus voces, añadían el dato medio exótico de ser muy bajitos. Iros situando. De rabiosa actualidad en aquel momento con sus versiones de grandes éxitos anglosajones, que ellos vertían al francés y al castellano e incluso creo que al italiano. El “cuatro canciones” de “Tu serás mi baby”, que se oía en la radio a todas horas, (versión, como supe mucho después, de “Be my baby”, la legendaria canción que Spector compuso para The Ronettes), era uno de los tesoros que la casa escondía. Fue sonar la música y mi corazón se desbocó. El rubor tiñó mis mejillas hasta la grana, un sudor frío empezó a cubrirme la frente, mis músculos se tensaron hasta lo indecible y me empezó a faltar el aire. Literal. La sangre dejó de circular por mis venas. Quedé paralizado. Me hubieran podido poner alfileres por todo el cuerpo, que no hubiera notado nada.

Poco podía imaginar que la salvación, por llamarla de alguna manera, estaba en un anexo de la cocina de la casa, donde padre y tía, mi maestra, (por cierto, sacamos las tres asignaturas con notas excelentes), se habían refugiado para dejar el terreno libre a la gente joven. Mi madre me había dado severas instrucciones. “Sobre todo, saluda a los mayores”. Y en un instante de lucidez, con ese pretexto, giré hacía donde estaban y me dispuse a seguir las órdenes de mi progenitora. Ya he dicho que su padre imponía, pero la presencia de mi profesora lo puso fácil. Saludé, di las gracias, y, sin poderlo evitar, le di una ojeada a la pantalla de televisión. En blanco y negro, TVE había programado para esa hora una zarzuela. Inolvidable. “La verbena de la paloma”. Empezaba en ese preciso instante. Y, lo creáis o no, con no recuerdo que pretexto, me senté en una silla y me quedé a ver la zarzuela. Completa. Aquella familia debió alucinar. Un buen puñado de mis amigos y casi todas ellas estaban fuera, en el salón, oyendo música y bailando, y degustando la merienda con la que nos obsequiaba la anfitriona, y yo allí, clavado delante de la tele, dándoles conversación en las pausas publicitarias y siguiendo en religioso silencio cada una de las escenas de la obra. Una zarzuela. Cuando acabó, consciente de mi ridículo, no fui capaz de salir al salón. Y me quedé mucho mas rato. Hasta que llegó la hora de irnos, de irme. Me despedí educadamente, dije adiós a la pandilla, bajé las escaleras y corrí hasta casa. Corrí como alma que lleva el diablo. Hasta perder el resuello. Hasta encontrarme en casa, a salvo.

Ni que decir tiene que, si alguna vez pude tener el favor de la chica, que no creo, allí finió todo. Como debe ser ante semejante comportamiento. Que no sé si alguien captó pero que hasta hoy no recuerdo haberle confidenciado a nadie.

Hubo mas capítulos, un concurso de canciones, una carta en un campamento, ……. Podría contaros algo mas sobre aquellos días y aquella chica. Parece mentira como se afila la memoria para recordar lo que pasó entonces, en aquellos días felices, y como, en cambio, olvidas lo mas reciente. Pero así es suficiente. Al menos, de momento.

Todavía, tiempo después, mucho tiempo después, en alguna reunión con los compañeros de curso, se la citó como de pasada, porque acabó casándose con alguien de nuestro curso. Y el mote, infame donde los haya, siguió estando allí. Me atrevería a decir que muchos de aquel grupo se verían en un aprieto si les pidiéramos su nombre de pila. No podrían recordarlo.

No he vuelto a verla nunca más. Ni siquiera cuando, muchos años después, defendí a su tía en el Juzgado. Pero, de verla, no me importaría presentarle mis excusas. Por el mote. Por haberlo usado. Y, porque no, por no tener la gallardía de intentar impedirlo. Aunque hubiera sido inútil, probablemente. A esa edad, a los trece años, nadie me hubiera hecho caso. Pero debí intentarlo. Así que, aunque sea tarde, perdón, señora.