Hojas sueltas (VIII)

 

XVIII.-

Calle Casanova (Primera parte).

Si alguien la quiso de verdad fue Lolita. Si alguien le brindó una amistad sincera, fue aquella mujer menuda, enjuta, de fuerte carácter, permanentemente vestida de oscuro.  O, …………quizás el tiempo ha idealizado ese recuerdo. Esposa de un taxista granadino, pequeña, de cabello ensortijado, de voz recia, fumadora empedernida y madre de tres hijos realmente singulares. Desde una monjita encantadora, aunque de vocación lenta, llamada, eso si, a ser madre superiora, hasta una campeona de bolos pasando por un bala perdida. Se conocieron en el grupo de la parroquia de Pompeya. Nunca supimos como prendió la amistad. Pero lo fue. Firme. Sincera. Y aunque la distancia física en aquella Barcelona era importante y no facilitaba el trato, y a pesar de que tardó años en tener teléfono en el piso de la Viviendas de la SEAT, se las ingenió para seguirla viendo hasta que un cáncer tributario de su adicción (pues eso y no otra cosa era lo que delataba su perenne cigarrillo entre los dedos permanentemente tintados de nicotina) acabó con su vida. Siguió, tras la muerte de la madre, viendo a las hijas, en especial a la primera, sobre todo antes de que decidiera asumir aquella vocación de floración tardía. Asociado a ese recuerdo, un piso en la calle Casanova, que al niño le parece inmenso, y más si se compara con el que ellos habitan.

Mañana luminosa. Desde una de las tribunas que sobresale ligeramente de la fachada, por el costurón que abre la calle en la Diagonal, al atravesarla, desfila el ejército de Franco. Vehículos militares de los distintos cuarteles que custodian la ciudad. Soldados y mas soldados, con diferentes uniformes, que consiguen el inconsciente entusiasmo del niño y el de alguno de sus hermanos que, en la tribunita, pugnan por sacar partido de su escasa estatura para ganar la primera fila.

Más tarde, cuando ya se han desvanecido los acordes de la música militar, y mientras los mayores conversan, otros muy diferentes llenan la habitación. En un tocadiscos, un Werner de maleta de aquellos con el altavoz en la tapa, suena un single con una canción de la banda sonora de Peter Pan. “Por qué decimos Au” aúllan los indios. No ha visto la película, el cine era todavía un lujo, y no la verá hasta años después, cuando vaya con sus hijas al cine Atlántico. Pero le gusta tanto el estribillo que reclama una y otra vez su repetición. Hasta tal punto insiste que, aun ahora, no logra recordar siquiera cual era la canción que había en la cara “b”. De hecho, casi juraría que no la oyó jamás.

Y, recuerdo entre los recuerdos, un circo de juguete al que no le falta detalle y del que, sospecha, nace su afición incondicional al circo real. Un circo que es un sueño para el niño, deslumbrado por tanto juguete como hay en aquella casa. Un circo al que realmente no le falta detalle. Y cuyo recuerdo está muy vivo. Todavía puede verlo. Gradas redondeadas alrededor de la pista, rojas y amarillas. Negras rejas para montar, sin posibilidad de fuga, la jaula donde varios domadores actuarán con las fieras: elefantes, leones y tigres. Y seis caballos blancos con su grácil domadora ecuestre. Un trapecio real, con dos fornidos trapecistas y una ninfa de cabello claro que vuela, dependiente de ellos, ellos pendientes de ella, sobre una red de verdad. Equilibristas, acróbatas, malabaristas de habilidades imposibles. Y un forzudo. Y un exótico y sorprendente faquir, con su cesta y su cobra. Y un mago, por supuesto. Y payasos, claro, payasos plásticos, mudos pero que despiertan en su imaginación decenas de carcajadas. Ratos de alborozo.

Vuela el tiempo y es ella la que lo saca de su ensimismamiento. Probablemente lleva un rato observándolo jugar, sumergido en un mundo onírico, soñando con circos imposibles, viajando por todo el mundo sin moverse de la seguridad que propicia la proximidad de los mayores en la cocina cercana; acaban de prepararle una rebanada colmada de cabello de ángel, otro de los secretos atractivos de aquel piso mágico. Una mermelada inalcanzable que solo tenía ocasión de saborear allí. Un verdadero deleite para su paladar infantil. Un sabor que se instalará para siempre entre sus debilidades. Sabor a calle Casanova

 

Breve estrambote en prosa:
Nada hacía sospechar que esa calle volvería, tiempo después, a su vida.
Continuará….