Las fichas (V)

XXIII.-

Ficha D

La familia de mi padre (I)

Segunda parte

Y aquí estamos.

En la capital del reino, en el Madrid de la preguerra civil. El abogado Plo, mi abuelo paterno, campa a sus anchas. Mas de metro noventa de semental desatado. Su principal dedicación, al parecer, es embarazar a las criadas de la casa y su padre, aun un hombre bien relacionado, le arregla los desaguisados. Bueno, le arregla los dos primeros porque a la tercera, el ultimátum es tajante.

¡“Con esta te casas”!

Pobre María. Una muchacha sencilla, de origen murciano, deslumbrada (o vete a saber tu qué en aquella época), que acaba pariendo cuatro hijos para el letrado. Una mujer melancólica, a la que aquel matrimonio sojuzgó, como era de ley, pero además doblemente. Por mujer y por ser de origen sencillo, frente a las avasalladoras pretensiones del licenciado. Sin valedores, con una familia muy singular, de las que merecen capítulo aparte, quedó en las garras del predador, sin posibilidad de rescate.

Nunca conocí a mi abuelo. Porque no sobrevivió a sus excesos y murió antes del estallido de la guerra civil. Solo recuerdo una fotografía, en blanco y negro, de 6×4 cm, de un señor realmente alto para su época, que luce aún mas talludo por que a su lado aparece una mujer, que no es la abuela María, que le llega a la altura del hombro. Viste una especie de trinchera de color claro, que ondea por efecto de su propio caminar, y lleva un sombrero tipo fedora. Pantalones negros, zapatones del mismo color y corbata indefinible sobre camisa blanca. El sobretodo no deja ver la chaqueta, que solo se adivina. Luce espléndido. Una mezcla de dandi barato y cabrón seductor. De los que daban el pego.

Y nada más. Porque el resto, es leyenda. Que si era un abogado brillante, que manejaba recursos económicos importantes, aunque no suficientes para su tren de vida, (algo, por demás, muy habitual en los letrados), que si le ganó, allá por los albores de 1932, dos pleitos seguidos a Ángel Ossorio y Gallardo, a la sazón Decano del Colegio de Abogados de Madrid, lo que no tendría mayor trascendencia si no fuera porque mi abuelo defendió una tesis en el primero de los litigios y la contraria en el segundo, que si el “Papa de la Juricidad” le había escrito una carta en la que, ademas de felicitarle lealmente, le pedía que no blasonara de sus triunfos, para evitar el desconcierto de los ciudadanos, que difícilmente podrían entender semejante dislate, que esos éxitos le permitían “atar los perros con longaniza”, que si lo suyo era un “no parar” de vida disoluta, de excesos de todo tipo, siempre fiado a sus envidiables capacidades profesionales y a su poderío físico, que …… lo dicho. Leyendas. Con alguna sorpresa que el tiempo acabará por desvelar.

El único dato contrastado es su final. Murió en 1935. Carcomido por la sífilis. Retorciéndose de dolor en una cama, abandonado por su pasado esplendor, reducido a un amasijo de músculos podridos, medio cegato, casi sordo, y con daños cerebrales severos, que convirtieron sus últimos días en un calvario, en una penitencia, en una condena en vida, como si el destino quisiera cobrarse, antes de su marcha, una parte del mal que su egoísmo narcisista había causado a su alrededor.

Dejó viuda y cuatro hijos. Y su muerte causó la ruina definitiva de los Plo. Aunque esa es otra historia, con muchas aristas, porque su desaparición permitió la entrada en escena de otro personaje memorable, el abuelo Wilfrido, del que hablamos otro día. Permanezcan atentos a la pantalla.