Hojas sueltas (VI)

XVI.-

Teas y amor

El manojo de teas que acaba de comprar en la carbonera del barrio, en los bajos de la que luego será la Plaza de San Cristóbal, prende fuego al carbón barato, en el fondo de la cocina económica. Ligadas aún con el cordel de esparto que da forma al puñado de astillas resinosas, contagian la llama al carbón con verdadera ferocidad.

De forja sencilla, grisácea virando al negro, con tres fuegos en los que diversos aros permiten mayor o menor intensidad de rescoldo,  la cocina económica preside humildemente la pieza y va a proveer durante muchos años, hasta que llegue la primera y socorrida estufa de butano, todo el calor que cabe en el piso. Veladas de invierno entre las estrechas paredes de una estancia que solo se transformará, muchos años después, tras la primera y “milagrosa” lluvia de dinero que, sobre 1972, logrará acumular el cabeza de familia.

Pero mientras tanto, lumbre para destilar la magia de sus pócimas gastronómicas que fascinan a la prole siempre insaciada. Candela con la que escribir un verdadero tratado de cómo barajar los ingredientes más modestos y sencillos, de como estirarlos hasta lo impensable, para llenar estómagos infantiles, que no siempre hallan consuelo en poder compartir un huevo frito o en merendar día tras día algo de pan con aceite, ora con sal, ora con azúcar; un despliegue de sabiduría y creatividad que logrará educar sus paladares para que puedan disfrutar siempre más de cualquier manjar que se lleven a la boca. Ascuas donde calentar el agua para el boto de sus escalofríos, donde hervir la malta de las mañanas y el pseudo chocolate de las tardes, donde freír, donde guisar, donde ejercer una alquimia de hechicera buena, silenciosa e inolvidable. Un puñado de teas y mucho amor.