Hojas sueltas (VII)

XVII.-

El piropo.

No consigo recordar el tipo de árbol, ¿acacias, olmos?, que sombreaba aquel paseo central, de tierra compactada, con decenas de ellos alineados a ambos lados. Bordeado por dos calzadas laterales, pavimentadas con los entonces habituales adoquines de la ciudad, absorbían el, aún, menguado tráfico de la zona, camino de fábricas y naves situadas en la zona portuaria. 

Su cruce con la calle principal, la de acceso al barrio, era un incesante hervidero humano que siempre hallaba amparo bajo sus ramas. Un río de idas y venidas, en el que se cobijaban por igual la prisa y la lentitud, mientras tejían un mosaico de contrastes vitales que amenizaba nuestra existencia. Apresurados unos, calmos otros, aquel cruce de la calle con el sencillo bulevar vivía eternamente preñado de bullicio y correrías infantiles, risas y confidencias adolescentes, amagos y complicidades juveniles, sesudas reflexiones adultas y no menos transcendentales sentencias de ancianos, en su inevitable sabiduría. 

Sacrificados, los árboles, cuando hubo que engrandecer las calzadas para dar paso a los camiones que transportaban las rocas destinadas a la construcción de los muelles de la ampliación del puerto, perdura en mi recuerdo su presencia. Demasiada vida deambulando a la sombra de su memoria. Imposible olvidar tantos momentos. 

El día era espléndido. Cogido de su mano, llegábamos de alguna de las contadas escapadas que, cómplices, solíamos hacer hasta la calle Cruz Cubierta, su Eldorado comercial, cuando el rugido del motor de un camión dejó paso al piropo del camionero. Un requiebro tosco, pero, a pesar de ello, simpático. Madre ya de cuatro hijos, la torpeza del lenguaje no impidió un leve estremecimiento. Mi mano lo detectó al instante. Eso y, de reojo, un esbozo de sonrisa. De mujer complacida, a pesar de todo. Un grito primario para recordarle que posiblemente su bella figura de antaño, inevitablemente castigada por su reciente maternidad, desprendía cierta rotundidad, guardaba un atractivo sin marchitar que, podía, todavía, despertar alguna pasión, por pasajera y ruda que fuera.