Quizás sea tiempo de rencores. Diques que se rompen, muros que se agrietan. Resquebrajados por el tiempo, ya no resisten el esfuerzo de contener emociones que caminan paralelas, que se han alimentado del recuerdo de días duros, tristes, de situaciones que ha percibido como injustas, ingratas y que le llenaron de pavor.
No se creía a salvo del daño inevitable que conlleva vivir y era consciente de haber causado mas de una herida, profunda en ocasiones. Cuando empezamos a respirar somos inocentes pero, tras vivir, ¿quién puede alegar ingenuidad? ¿Quien se mantiene a salvo?
Durante mucho tiempo se había lamido las heridas. La saliva cicatriza, se decía. Había intentado ignorar los costurones, prescindir de ellos. No mirarlos para no verlos. Soslayar su existencia como fórmula para aliviar la tortura que los recuerdos le suponían.
Pero, últimamente, las contadas ocasiones en que echa la vista atrás, el horror ha regresado a por él. Cierto que atesoraba vivencias hermosas y que podía evocar recuerdos casi mágicos. Pero, sin embargo, a pesar de ello, sobraba horror en su ayer. Y estaba de regreso.
Rememoraba como al principio se había instalado en la perplejidad. La que surge del desconcierto que produce recibir daño gratuito. Era su manera de soslayar el dolor. Vivir, incluso, perplejo por quien era y por todo lo que había conllevado ser así. Lo que había sucedido a su alrededor. De hecho, la perplejidad se había acabado convirtiendo en alimento del exilio definitivo de su alma, de su incapacidad de ser lo que quería ser.
Luego, la perplejidad dejó paso al olvido. “Yo no hablo de venganzas ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón”, había escrito Borges. Y vivió con el olvido. Largas épocas de su vida flotando en ese hálito sedante como forma de sosegar su ánimo. Confiando que el paso del tiempo sería mas bálsamo que angustia. Creyendo que lo había logrado.
Y ahora, de repente, no sabe muy bien porque, tras muchos años, cuando, a pesar de todo, el hechizo de algunas evocaciones lo sumerge en una ensoñación teñida de una serena madurez que está lejos de ser cierta, algo aúlla dentro de él. Algo reclama venganza. Borges giró hacia Banksy. Parecía el camino. “Hay cuatro necesidades humanas básicas: la alimentación, el sueño, el sexo y la venganza”. Pero no resultaba satisfactorio. Demasiado primario, probablemente. Al menos para él. Suspiraba por algo mas sutil. Sin lograrlo.
Algo imparable le movía a seguir tramando sus golpes. Hilvanando argumentos y fabulando escenarios. Alimentando rabias. Sin limites. Soñando con el dolor ajeno como alivio para el propio. Clamando venganza. Venganza, venganza. Día tras día. Sin cuartel. Respirando hondo para que llenara sus pulmones y hallara refugio en su corazón. Al acecho. Los ajustes de cuentas se habían convertido en terreno abonado para su fértil imaginación y su resentimiento. Se ahogaba.
Acabó buscando alivio en Einstein. “Las personas débiles se vengan. Las fuertes perdonan. Las personas inteligentes ignoran” Pero ya había probado esa formula. Sabía que no iba a funcionar. Que no le proporcionaría ningún consuelo. No parecía que pudiera mitigar su cólera. Lejos de ello, su ira iba en aumento.
Pero, para su sorpresa, ella tenía la solución. Parker, la Reina de la Mesa Redonda del Algonquín. Aquella mujer fascinante le brindó su ayuda. De su pluma había salido la solución. “Escribir bien es la mejor venganza”. Y se puso a ello. Con denuedo.
Sabe que mañana, cuando se rompa el hechizo, regresará la vorágine turbadora de un día a día que cada vez le interesa menos, síntoma inequívoco, por otra parte, de que se aproxima a la vejez. Pero espera vivir lo suficiente como para culminar su anhelo. Cobrarse la revancha.