Las fichas (II)

VII.- 

Ficha B

Libros, música y efectos colaterales.

 

Mis padres no leían habitualmente. No tenían opción. Supongo que no tenían ni oportunidad. Ella nunca tuvo tiempo. Y él no estaba. Sobrevivir era la tarea y cada uno lo hacía a su manera. De hecho, resulta difícil saber si, caso de haber podido, se hubieran aplicado con la literatura. No recuerdo rastros de que tuvieran ese hábito. Pero, aunque pocos, en casa siempre hubo libros. Pensando en nosotros, supongo. Y de ellos mamé a destajo todo lo que pude.

Una librería de salón. Sin pretensiones. Y en ella una breve colección de lo que entonces eran mini libros, de la Editorial Aguilar, Colección Crisol, con un par de decenas de títulos variados. Desde “Sandokan / La mujer del Pirata” hasta “El Cantar del Mío Cid”. Desde Fray Luís de León y “La perfecta casada” hasta “El caballero de Olmedo” de Lope de Vega. Y Tirso, y Calderón, y San Juan de la Cruz, Y Marquina y “En Flandes se ha puesto el sol”. Si, también Marquina. En un rincón de la estantería, sutilmente oculto, el libro del Dr. López Ibor. Y en lugar preferente, lecturas sugeridas para nosotros. Los dos libros de Quoist. “Amor: El Diario de Daniel” y “Dar: El Diario de Ana María”.El teólogo francés, entonces de moda, escribió, entre otros, un par de libros en los que abordaba con un lenguaje pretendidamente moderno una especie de aproximación desde las tesis católicas a la realidad cotidiana. Bajo la ficción de dos diarios adolescentes, se intentaba, tal y como pretende siempre este tipo de autor, teorizar y, sobre todo, adoctrinar a los adolescentes sobre el futuro, marcando la ruta que debía seguir su vida afectiva, y, en especial, su sexualidad. Atentos a los títulos y el matiz masculino/femenino de ambos. Sugerencia, sin duda, del confesor de mi madre, él había dispuesto que esos libros debían formar parte del itinerario formativo de sus hijos adolescentes. Y, disciplinada, así lo hizo. Sin fisuras, como siempre, sin demasiado criterio propio, porque, entre otras coas, esa es la utilidad de un confesor. Esos dos libros y el del jesuita Martín Vigil, “La vida sale al encuentro”, creo que fueron la guía pedagógica que nos brindó en la adolescencia. En especial a mi. Porque, hasta donde soy capaz de recordar, mis hermanos no debieron de leerlos. Ya eran muy listos entonces.

Lector precoz, devoré los tres una y otra vez, en un bucle malsano, intercalándolos, afortunadamente eso sí, con las aventuras de Sandokan (creo que esos libros, los dos primeros de la saga, llegué a sabérmelos casi de memoria), y los clásicos de Crisol. Me fascinaba en especial “El cantar del mío Cid” y la afrenta de los infantes de Carrión. ¿Cómo evitar que la mente desbocada de un niño de doce o trece años no soñara con Yáñez, o con Álvar Fáñez?. Imposible sustraerse al sueño de ser Aníbal, no refugiarte en Capua y galopar a la conquista de Roma. Y luego estaba Lope. Me gustaban y aún me gustan mucho sus obras de teatro. Incluso podría recitar algún trozo, si la ocasión lo merece.

También estuvo la biblioteca del colegio. Si es que se puede llamar así a un armario con puerta de cristal, colocado en una especie de antesala del pasillo por el que los profesores accedían a las clases. Del orden de doscientos libros, mal contados, de historia, biografías y relatos de descubrimientos. Alejandro y Aníbal. Julio César. Los Escipiones. Atila. Ricardo “Corazón de León”. Gengis Khan. Marco Polo. Colón, Cortes, Núñez de Balboa, Magallanes y Elcano. Y Da Vinci. Y Stanley y Livingstone, por supuesto. Y las crónicas de los viajes de Scott, Amundsen y Peary. Que entonces, por su dureza, casi eran relatos de terror. La soledad y la locura impregnaban sus páginas desoladoras. Sin novelas. No había novelas en aquel armario. Bueno. Miento. Había una. Que valía por cien. “La Isla del Tesoro”. Leída varias veces, casi compulsivamente. Confieso que, desde entonces, mi amor por Stevenson no ha hecho mas que crecer.

De los tebeos, otra de mis pasiones, prefiero hablaros otro día. Pero también estuvieron allí.

Quién les había de decir, ajenos, por supuesto, a las tesis de aquellos libros que acabarían por hacernos, por hacerme, más mal que bien. Ignorantes de que aquella visión de la vida y de la realidad me iba a meter en una burbuja emocional totalmente deformante. Desconocedores de que el precio que habré de pagar, años después, para vivir con sus efectos primero y para intentar escapar de ellos después, será extremadamente doloroso.

Pero hubo mas. Amén de los libros, propios o prestados, felizmente, llegó la radio. Y con ella, la música.

Aquel bendito aparato de radio, una Telefunken comprada a plazos, pagada tras no pocas odiseas, fue la ventana. Su capacidad de llenar las horas e inundar la casa de música fue media vida. Había otras cosas, claro. Desde el “Ángelus”, “el Ángel del Señor anunció a María….”, hasta “el parte” de la Radio Nacional que fundara Millán-Astray y que entonces aún destilaba fascismo por todo el dial. Y Radio Miramar. Y Radio Juventud. Pero, sobre todo, estaban los programas musicales y “de variedades”. Para mi, un programa de radio en especial. No consigo recordar ni nombre ni emisora. Discomanía o El Gran Musical. No estoy seguro. Pero no olvidaré jamás la sintonía. The Marcels. Aunque entonces no pudiera saber el nombre del grupo porque ninguno de los locutores se hacía eco de ella, la especial y singular introducción de “Blue Moon” era magia. Escuchadla. “Bom ba ba bom ba bom ba bom bom ba ba bom ba ba bom ba ba dang a dang dang. Ba ba ding a dong ding Blue moon moon blue moon dip di dip di dip Moo Moo Moo Blue moon dip di dip di dip Moo Moo Moo Blue moon dip di dip di dip. Bom ba ba bom ba bom ba bom bom ba ba bom ba ba bom ba ba dang a dang dang Ba ba ding a dong ding”. Una chifladura “doo wop” fascinante. Una onomatopeya musical inconfundible. Con ella empezaba todo. Una sintonía que te daba acceso a un mundo maravilloso.

«Blue moon, now I’m no longer alone
Without a dream in my heart
Without a love of my own»

y que abrió la senda a lo que luego fuera casi toda la música del mundo.

Aunque a ella, a mi madre, quien le gustaba de verdad era Gloria Lasso. “Luna de miel”. “Nunca sabré cómo tu alma ha encendido mi noche. Nunca sabré el milagro de amor que ha nacido por ti. Luna de miel”. La votaba por las noches, escribiendo breves cartas al final de una jornada eterna, para que volvieran a ponerla en uno de aquellos programas en los que los oyentes podían decidir quien era el o la mejor cantante o canción. Y la oías tararearla suavemente mientras se acostaba en aquella cama casi siempre vacía. Y, por supuesto, todos los sábados, “Fantasía”. De la mano de aquellos cuatro monstruos radiofónicos. Almendros, Fernández, Arandes y Gallo. Y los inacabables duelos entre “dinámicas” y “guardiolistas” que siempre le producían una sonrisa escéptica. Ventajas de la equidistancia musical. Aunque siempre sospeché que los matices de la voz del inefable “Pepe Hucha” no le desagradaban en absoluto.

Mi padre tenía gustos mas eclécticos. Flamenco, claro, que por algo había nacido en la tierra de María Santísima. Y rumba. Como no podía ser de otra manera, rumbero él para muchas cosas. Bambino y Peret. Y “El Pescailla”. Pero también baladistas románticos, tipo Tom Jones o Engelbert Humperdinck. Y luego, tiempo después, eso si, José Feliciano y Simon & Garfunkel. Moderno él, para casi todo. Aunque eso fue después. Mucho después.

Pero de la mano de la Telefunken, se empezaban a respirar otros aires. Sobre todo, porque permitía atisbar que hay afuera estaban pasando cosas, había otros mundos. Los Sirex, Los Brincos, Los Salvajes. Y, claro, The Beatles y The Rolling Stones y toda la oleada de pop-rock británico: The Hollies, The Who, The Animals. Y aquel loco maravilloso de Them, el irlandés que, entonces no lo sabía aún, iba a acompañarme el resto de mi vida. Y Dylan. Y los Beach Boys y “The Mamas & The Papas”. Y Tamla Motown. La maravillosa música de “la joven América”. The Miracles, The Supremes y The Four Tops, mi segundo single:

“Reach out (reach out for me.)
I’ll be there, with a love that will shelter you.
I’ll be there, with a love that will see you through.
I’ll be there to always see you through”.

Y, claro, Otis Redding y Aretha Franklin. Mi otra única devoción verdadera. Y los cantautores. El inicio de una ruta inacabable, el comienzo de una aventura que aun persiste.

Bendita Telefunken                 .

Y, mensajes genéticos al margen, esa fue una parte del material básico con el que se forjó mi barro primigenio. Una mezcla inverosímil de libros escogidos entre la “guía espiritual” y la casualidad, llenos por igual de guiños rancios y de aventuras sin fin, para llenar un corazón adolescente de sueños inverosímiles y de ideales absurdos. Y, al rescate, la música que irrumpía entonces como un torrente que iba a sacudir nuestras vidas. Lo que parecía una simple forma de evasión acabó por convertirse en una medicina singular para paliar los efectos del complejo mundo emocional en el que debíamos vivir, prisioneros, sin duda, de lo que trataba de conformar nuestra propia esencia, aquel sincretismo de religiosidad, fascio y machismo que mamábamos desde el origen, que formaba parte de nuestro ADN, que se incrustaba en nuestra mente y tatuaba nuestra piel. Códigos e ideas inaceptables. Y un fango espeso en el que estuvimos chapoteando, aún sin saberlo, demasiado tiempo. El que tardó en llegar la curación.

 

“And I wanna make love to you yes, yes, yes
when the healing has begun»

“And The Healing Has Begun”
(“Into The Music” 1979 Van Morrison)