Las fichas

VI.-

Un puñado de fichas, aparentemente sin clasificar. Algo caóticas, si se me permite la expresión. Pero un caos hermoso. O al menos a mi me lo parece. Os transcribo algunas.

 

Ficha A

El chico sin raíces. Barcelona. Zaragoza. Gallur. Sádaba. Sofuentes.

Un charco untuoso con un oscilante arco iris flotando en la leve capa de gasóleo. Es la estación de Gallur. No recuerdo porque razón, pero he viajado solo hasta Zaragoza. La figura de mi padre en el andén de la Estación de Francia, perdiéndose en el ángulo muerto que la curva del propio apeadero obliga al tren, uniendo sus manos sobre el pecho en un simbólico abrazo, en un gesto que automatizaré desde entonces como muestra de afecto máximo. Una leve angustia delata, en su rostro, el miedo a dejarme con mis pocos años solo en el tren. Un abrazo a distancia, probablemente el más cálido que nunca me dedicó. En el bolsillo llevo un limón de caramelos, envuelto en un celofán levemente verdoso, troceado en gajos azucarados. No ha sido posible resistirse al encanto del vendedor que con su carrito ambulante camina paralelo a las vías vendiendo golosinas.

Zaragoza. Y luego Gallur. Un electro-tren, cuasi plateado y sucio, frágil, con un leve aire como de juguete, parecido al tren eléctrico que soñaba conducir por las imaginarias vías del salón de casa. Otro de esos recuerdos mágicos, otra de mis evocaciones inmarchitables. Siempre amaré viajar en tren. Siempre lamentaré no haber sabido, cobarde, hacerle un quiebro al destino que me hubiera permitido viajar en mis años jóvenes por toda Europa, en tren.

Desde allí, desde la estación de Gallur, “la Renfe”, un viejo autocar, de sempiterno olor a mareo, siempre lleno, recorriendo destartaladas carreteras comarcales, entre campos de cereales pespunteados por alguna acequia. Lleno de maletas, bolsas, atados, fardos, jaulas. Sádaba. Más ajetreo. Subidas y bajadas. Algún grito con el inefable acento de aquellas tierras.

Y, por fin, la tartana. A las riendas el cartero manco, precisamente cartero por manco, de tenue bigotito, de voz meliflua y de gestos vagamente autoritarios. La tartana. Se crea o no, idéntica hasta en sus últimos detalles, menos en el muñón perennemente vendado de su conductor, idéntica a la tartana de papel de Aguirre, el hábil vasco. Portento de la papiroflexia, capaz de crear con un trozo de cartulina los juguetes más insospechados, el vasco Aguirre me ha regalado pocos días antes, sin haberla visto jamás, una tartana de cartulina blanca igual a la que ahora me espera al bajar del autobús en Sádaba. Con el cartero manco a las riendas. Mutilado de guerra y amo y señor de la ruta final de mi viaje.

Regreso solo un momento a la residencia de solteros. El vasco Aguirre, a ratos salido de un cuadro de “El Greco”, a ratos cantor, y siempre sonriente en su altura. Intimo de Rafa, el hombre del servicio médico, eterno compañero de mi padre en inacabables partidas de mus, una de las pocas bellas personas que me ha sido dado conocer, mentor dotado de una ternura infinita y de un humor que solo una tragedia personal posterior acabará cuarteando, como casi siempre, cuando con el tiempo se convierta, literalmente, en el vecino de arriba. Un puñado de varones refugiando su soltería en un entorno que se abre a mi presencia y la de mis hermanos de la mano de mi padre, el único casado que siempre tiene tiempo para ellos. Otro día os contaré la historia de Rafa.

El trote del caballo que tira de la tartana, por un camino que tardará decenas de años en ser una carretera mínimamente normal, hace temblar toda la estructura de tela, cercana en su ondular al de la cartulina de Aguirre. Se esmera el caballito. Sufre en algunas cuestas y descansa levemente cuando toca descender por las suaves ondulaciones de la carretera.

Mi madre, de la que llevo mucho tiempo alejado por razones que aún hoy no sé, pero que intuyo, está mas cerca. Atardecer. La puesta de sol tiñe los trigales de un ocre casi sanguinario. Al borde del incendio pictórico y emocional que nunca podré olvidar y que viajará siempre conmigo hasta cualquier rincón del mundo. Jamás otra puesta de sol como aquella. Quizás algunas mas bellas, en África, en la franja de Caprivi, sobre el Chobe, pero ninguna tan preñada de esa dulce melancolía, de ese anhelo que precede al reencuentro. Cerca ya de mi madre tras fechas de separación. Cerca de Sofuentes, principio y final, gloria y miseria, el único rincón donde creí tener raíces…… Algo que quizás se revele como banal a los ojos de muchas personas. Raíces. Pero que cobran su importancia cuando la vida te va empujando a creer que no eres de ningún parte. Un desarraigo que acaba por moldearte aunque no quieras. Que te deja sin referentes para algunas cosas y que te convierte, sin tu saberlo, en rama mecida por el viento.

Y tras una curva, final de viaje. Sofuentes, toda la ilusión de entonces y toda la miseria que vendrá después. Aunque, afortunadamente, aún no lo sé. Y nada perturba la magia del momento. Lo otro … lo otro, aún tardaré años en descubrirlo.