Sofuentes

 

A la memoria de
Emilio Almárcegui
mi abuelo,
raíz libre,
viento de lealtad

I
Todo es evocación en la penumbra
mientras intenta adormecerme el vino
y se disipa la bruma
en el opaco fondo de mis ojos.
Nunca hubo origen sin memoria.
Busco por ello mis raíces
sentado entre las sombras…
y encuentro
un racimo de huellas y silencios.

II
El sol en el ocaso
dibuja una leyenda
contra los muros familiares
de la vieja casa.
En ella está el origen.
Erguida, ruidosa, plena, desbordada…
la vieja casa….
su azul antiguo atrapado en las ventanas,
su silueta de escorzo,
contrafuerte violento de cierzos y tormentas,
derivas de luz y de Moncayo,
centinela de huebras infinitas.
¡Qué hizo el tiempo de ti…
trinchera destrozada..!
¡Hasta donde mordieron tus cimientos..!
Entre tus adoradas piedras,
clavadas en la roca sillar donde nacieron,
entre sus húmedas cuadras de adobe y de madera,
prisión abierta de cueros y sudores,
cabe tu palomar, tapizado de leños
y de arrullos, bajo tus falsas…
araño mis recuerdos,
socavo la tierra buscando mi principio.
¡Devolvedme la casa,
mi casa vieja…
el ultimo bastión
que me quedaba!

III
Deslizo hacia las cimas lejanas
mis añorantes ojos,
su tibia desazón encadenada…
Sierras de Peña, Bárdenas Reales,
Valdeoscura… El Saso,
tierra hermosa y engañada.
Regalo al viento otros recuerdos…
(si Galipienzo se cae
a Cáseda reventara),
sembrados en los campos de La Plana,
entre almendros y viñedos
o sueño con Carcastillo,
camino de Santa Cara.
De noche….
luceros de acariciante escarcha
y toda la nostalgia subyugada
del inalcanzable Ujué,
faro perenne sobre horizontes pétreos,
sobre oscuros mares de boj y de retama,
diminuto visionario en mi letargo,
agazapado tras la alborada montañosa,
ventana abierta al aullido de los lobos.

IV
Al amor de los recuerdos infantiles
hombre bueno,
hombre silenciosos y prudente,
infatigable artesano de la vida….
nacen de nuevo el Reverte y la Corbata,
tus galgos de leyenda
como renace el relincho de tus yeguas
atronando los campos
que regaste de lágrimas y risa,
retumbando en la viña que iluminó la mesa de los tuyos,
y sus secretas cepas de pámpanos desnudos.
Un turbio nubarrón embravecido
sacude tu huerta
y el pozo donde pudiste acabar un día
aquel atardecer sombrío.
Recreo tu gesto..
cuya noble fatiga ensimismada
no logra encubrir
la fuerza gentil de tus ojos verdes.
Y añoro el beso aquél,
el postrer beso que me diste en vida.

V
Clavados en mis ojos
los cipreses
tras de la tapia azotada por los días,
guerreros asidos
a tu seca tierra centenaria,
amortajando tu ultima sonrisa.
Vigilas desde allí los horizontes
del trigo
que brota en los campos que siempre serán tuyos,
el agua que juega en las acequias,
las higueras…
mientras lloras, lentamente,
por tus hijos.

VI
¡Qué difícil dibujarte con palabras!
A veces coraje, otras estigma,
repentino relámpago inclemente
de una raza inextinguible y extinguida.
Un seco latigazo de tus dientes…
hiere como el cuchillo de las trillas.
Endurecida por el tiempo,
indestructible, terca, incólume,
al calor de las imágenes borrosas
tu obra se perfila.
Hermana, madre, esposa…
nunca sé si amarte o maldecirte,
siempre perenne una duda..
Sin ti, sin tu presencia en nuestra vida
¿cómo hubiéramos escrito nuestra historia?

VII
Frazadas tibias,
hurtándole mi piel al frío,
mientras gime el viento entre los chopos
Y la tiniebla estrellada galopa entre las tejas,
mientras añoro el mágico relato de tus labios,
que no llega porque tu, mi padre,
estás muy lejos.
Y no encuentra mi soledad refugio
bajo los encalados techos
surcados de vigas y de sombras.
Encaramado en la ventana de la falsa
oteo, aguardo la luz que nunca llega
por la curva que serpentea desde Sádaba,
mientras llorece el canto de los grillos
y la brisa hace oscilar
la luz en una esquina, solitaria.

VIII
Hay un puñado de duendes
bailando entre los caños de la fuente
y el liquen de sus piedras verdes,
milenarias, a la sombra
de la lejana cruz de roca.
Un regato casi seco
recorre… (tiempo traidor
ya no me engañes) recorría la arboleda
que orillaba el “Huerto de los frailes”.
Y ahora,
¿dónde están los chopos altos
de la arboleda eterna y leve,
que cantara el sol de agosto,
que el cierzo trató en vano
de cortar año tras año?.
Ya no ruge el viento
en la noche de estrellas infinitas,
en la Vía Láctea
ornada por sus collares totales,
porque las ramas altas
se pudren en un aserradero anónimo.
Perdió la noche su canción
de murmullos, sus brujas familiares
e ignoradas. Se fue la aurora
que amanecía, intachable y repentina,
entre las ramas,
suspendidas de algodones
empapados de violeta.
Ya no están los chopos.
El cierzo, que no pudo derrotarlos,
barrió sus hojas, tristes,
y solo los tocones impasibles
testifican su presencia.

IX
Queda un rumor
de críos y pedradas,
nidos de golondrinas y tractores,
mieses, botijos y alfalfas.
Una caterva de frutos escindidos
llorando, solitarios,
tras las ramas….
a la sombra de un tronco milenario
… una eterna familia…. desgajada.

X
Sentado aquí, recuerdo.
en la solemne penumbra de febrero
que siempre me cobija;
gotean, levemente,
los segundos, tras la niebla,
mientras crujen mis dientes
y se humedece el fondo de mis ojos.
Se deslizan, danzando,
los adjetivos y los días,
increpándome, mientras
los nombres, tomados muchas veces al azar,
sorprenden los violentos sorbos de una historia.
Al fin, adormecido,
solo el vino defiende mi memoria.