La libreta gris. Segunda parte.

III.-

Álbum II (Algo sobre mi padre)

I.- Sin foto.

Ahora no tengo fotos suyas. Las tuve. Pero se perdieron en mudanzas. O están en otras manos. O desaparecieron víctimas de algún divorcio. Ya se sabe. Pérdidas involuntarias. Pequeños rencores incomprensibles. Pero ese no es ahora el tema. Otro día.

A pesar de ello, de no disponer de ninguna instantánea, no resulta difícil recuperar su imagen. Inalterable a lo largo de muchos años.  Como si siempre hubiera sido igual. 

Poco pelo. Peinado con esmero para disimular la evidente calvicie. Ojos verdes. Dañinos por atractivos. Bigotito militar. Mínimo y muy perfilado. Sonrisa seductora, puede …. que …. muy seductora. Barbilla breve. Óvalo varonil. 

Saliendo de la cabeza, del cuello hacia abajo, disminuía su encanto. Un pecho que pecaba de estrecho, nada atlético. Una tripa prominente, como corresponde a todo buen bebedor de vinos y licores, coñac en especial. Brazos sin muscular. Piernas cortas y poco vigorosas. Andares ligeramente torpes. Eso si. Siempre atildado. Dotado de una elegancia natural. De lo que el denominaba «clase».  Presumido hasta lo indecible. Coqueto. Y obsesionado con su imagen y su limpieza personal. Luego os explicaré la razón. 

Un carácter singular. Mezcla de inmadurez, irresponsabilidad, insatisfacción y miedo. Un coctel, nunca equilibrado, de melancolía y guasa. Cuasi religioso y pagano con la misma devoción.  Siempre a la búsqueda de algo inaprensible. Algo que probablemente buscó toda su vida sin encontrar si quiera el inicio del camino. Incomprensible casi siempre, al menos para nosotros. Para su esposa y sus hijos legítimos.

Lees a Machado, y ahí está. Un Don Guido de opereta. Flaco favor le hizo el poeta.

Así lo he recordado durante años. Así lo recuerdo ahora, al escribir, lejano todavía el momento de su futura redención. No me atrevo. No puedo redimirlo. Aún.   

Recuerdos agrios. Mi padre vivió rodeado de misterios aún por descifrar. Todo en él, en su pasado, es todavía un enigma. Aún hoy no soy capaz de discernir que hubo de verdad en su vida y cuanto de ficción. No sé si algún día lo sabré. Lo que contaban tanto él como alguno de los miembros de su familia sobre su pasado ¿era verdad o era farsa? 

Os aseguro que todos estos años, desde su muerte repentina, he tratado de revivir lo vivido y lo sabido, a la búsqueda no ya de una explicación, que no parece posible, si no, al menos, de una mínima razón que dé sentido al personaje. Y no soy capaz. Al menos, de momento. Sigo en el empeño.

Todos hemos mentido alguna vez, todos hemos atravesado alguna etapa de nuestra vida en la que ha sido imposible escapar de ese mar tormentoso que es el fingimiento, pero de ahí a vivir permanentemente en la impostura, de ahí a convertir tu vida en una patraña permanente…..

Su padre, un, al parecer, prestigioso abogado madrileño, un hermoso ejemplar de más de metro noventa de estatura, adornado de virtudes sin cuento, acabó casándose con la tercera criada a la que dejó preñada. Mi bisabuelo arregló, como se solía hacer en aquella época, los dos primeros embarazos, pero a la tercera se hartó y casó a su hijo con la, hasta ese momento, última víctima de la fogosidad del letrado.

Esa era la abuela María. Una mujer sencilla que se encontró casada con aquel elemento y que, según cuentan, murió de tristeza. Cosa comprensible si se sabe que, años antes del inicio de la Guerra Civil, aquel marido que su gravidez le impuso, acabó muriendo retorcido de dolor, convertido en un gurruño, carcomido por la sífilis. Algo que los marcó para siempre. Eso y que, además, el licenciado dejó a su cargo cuatro hijos aún adolescentes. Y, por supuesto, un patrimonio ya menguado que se acabó evaporando definitivamente en las garras de un albacea, venido entonces, casualidades de la vida, a mejor fortuna. Un albacea del que igual hablamos otro día. Por todas estas cosas y alguna más que seguro desconozco, hasta donde soy capaz de recordar, todo el mundo se refería a ella, inevitablemente, como la “pobre María”. 

Y aquí empiezan las leyendas. La familia que había perdido su mina de plata en una timba con el conde de Romanones, el cortijo de Baeza, donde nació, y que se evaporó sin dejar rastro, la bala que lo rozó en el frente de Madrid, donde se dedicaba a “pasar nacionales”, la papelería vendida contra su voluntad, los cuatro huérfanos disgregados al morir la madre, adjudicados sin ton ni son entre las diferentes ramas de la familia, algún rumor sobre su estancia en un correccional. A saber. Secretos de familia. Ese tópico bajo el que casi todo el mundo esconde lo que, al fin y al cabo, no deja de ser la vida. Las cosas que pasan. Lo que los seres humanos hacen para sobrevivir. Y de lo que nos empeñamos en avergonzarnos por sistema. !!Como si no cocieran habas en todas partes¡¡

Y aquí la historia toma otro sesgo. Un noviazgo clásico con la chica topolino. Una bala perdida que alcanza el necesitado corazón de aquella chica ingenua que llegó a la capital para intentar abrirse camino. Mi madre, claro. Bendita bala. Sobre todo, si le hubiéramos preguntado a ella en los meses anteriores a su muerte. Toda su resignación, que la tuvo, hubiera quebrado ante el recuerdo silenciado del que había sido su marido. Quizás ella hubiera podido evocar las incipientes pero ya sólidas artes de seductor que en su día fueron suficientes para deslumbrarla. Imagino. Porque con los años costaba mucho entender como pudo ella caer bajo su hechizo. Porque a esas alturas me había contado bastante de él como para no saber de su amargura.

Tengo la impresión de que él se aferró a ella porque era, sin duda, la única persona mínimamente sólida que había conocido en años. Náufrago entonces, como lo volvió a ser en repetidas ocasiones a lo largo de la vida, aquella chica de un pueblo remoto, no exenta de clase, de belleza y de principios, fue el saliente rocoso al que aferrarse para escapar de la tempestad, el único tablón en medio de los restos con el que mantenerse a flote. Y ella le salvó la vida. Y a cambio, el solo supo dejarla preñada.