La libreta gris. Primera parte.

II.-

La libreta gris. Transcripción.
He suprimido tachaduras y resuelto alguna vacilación que se desprende del contexto general.
Intuyo que Emilio transcribió a la libreta borradores anteriores y, aun así, volvió a corregir los textos. Escribía sobre su familia.

Álbum (Algo sobre mi madre)

I.- Instantánea en blanco y negro.

La foto, revelada en mate, pespunteada por un pequeño marco que pretende imitar el tono de la madera, la inmortaliza junto a su padre y su madre. Un sencillo y reseco muro de piedra es el telón de fondo para las tres figuras que componen el conjunto. Vestida con una sencilla bata, confeccionada, sin duda, por ella misma, mira directamente a la cámara, con su habitual franqueza. Está donde estuvo siempre. En ese territorio emocional en el que vivió durante muchos años, a la espera de que sucediera algo que jamás, apenas al final, llegó a suceder.

Su madre, a la izquierda de la imagen, también mira a la cámara. A simple vista, parece tan solo la mirada de una anciana enlutada, enfrentada al objetivo casi sin desearlo. Pero cualquier espectador mínimamente atento descubre, al instante siguiente, algo inhabitual. Su mirada destila la fiereza de quien sabe que nada más va a suceder contra su voluntad. Una voluntad inquebrantable. Basada en certezas absolutas. Las certezas que nadie logra alcanzar. Hija de generaciones y generaciones de campesinos, huérfana de madre a los trece años, obligada por ello a prohijar a sus hermanos, pasó de gobernar la casa de su padre a hacerlo con la de su marido, con la misma naturalidad con la que cualquier persona muda su vestido. Madre de nueve hijos, de los que solo siete salieron adelante, perdió a su primogénito en los últimos días de la contienda Civil. Una bala perdida lo mató en el frente de Alicante. Se ocupó, en aquellas fechas convulsas, de recuperar su cadáver para darle sepultura al tiempo que se sepultaba, ella también, en el luto que nunca abandonó. Cuando se subvierte el orden natural y una madre debe llorar a su hijo, sobrevivir no está al alcance de cualquiera. Pero hacerlo, además, con esa determinación, con ese aire desafiante, no puede hacerlo nadie. Ella supo, después, que su madre era la excepción. Desafiante, al tiempo de enlutarse supo que nada ni nadie podrían volver a herirla y se sintió invulnerable. Y así vivió el resto de sus días. Invulnerable, manejando a su antojo vidas y hacienda, cobrándoles a todos los que la rodeaban la deuda que la vida no le perdonó.

Como hacia el fondo, dado el singular enfoque de la imagen, aparece su padre. Esa perspectiva lo presenta levemente empequeñecido. Sentado en el poyete de piedra que da acceso al «huerto de las higueras», mira a la cámara sin apenas interés. Como quien no ha comprendido todavía el misterio de la imagen capturada por el objetivo, como dudando de si no será algún oscuro truco de brujería el que se esconde tras la pátina brillante del objeto que esgrime el autor de la instantánea. Luce su sempiterna boina, bajo la que esconde la leve calvicie que su encanecido cabello no logra disimular. Su mirada, como siempre, refleja una inocencia que el tiempo no ha golpeado lo suficiente. Sencillo, honrado, trabajador, se agotan los tópicos para definir su persona. Machadianamente bueno. No exento, eso sí, de genio, que no sabemos si ha sido domado por el recio carácter de su mujer o por el simple paso del tiempo. En ese momento es ya un hombre casi derrotado por la enfermedad que lo matará prematuramente. Destila bondad. Voluntariamente sometido al dictado de su esposa, solo muy de vez en cuando se atreve, en privado, a llevarle la contraria. Y, sin embargo, sabe mantener su dignidad masculina con pequeños gestos que lo redimen a los ojos de cualquiera. 

Y ella, junto a ambos. El tiempo y sus maternidades todavía no han marchitado un atractivo que solo ajará la enfermedad. Una belleza nada ortodoxa, por cierto. Es verdad que no queda rastro de la adolescente que bordaba un ajuar al que el tiempo dio más utilidades de las previstas. Ni de la chica topolino que llegó a Madrid para trabajar en la empresa de su tía Rafaela. Ni de la joven coqueta que veraneaba en Asturias, navegaba en patín y rechazaba pretendientes que luego fueron notarios. Ni siquiera de la ingenua mujer que aceptó casarse con alguien que ni siquiera fue capaz de comprarse un traje para su boda.

Cabello rizado, formando unas singulares hondas asimétricas que dotaban a su rostro de una personalidad singular. Frente amplia, llena de nobleza, nariz perfecta, boca firme, de labios siempre brillantes, sin necesidad de aderezos. Ojos nobles. La mirada mas limpia que he visto jamás. No era especialmente estilizada, aunque se libró de la maldición que convertiría en culonas a sus hermanas, pero su caminar estaba lleno de gracia y de una sensualidad que probablemente le era ajena pero que le acompañó, sin ella saberlo, durante muchos años. Era un mujer muy hermosa.

Allí donde la muestra la fotografía, atrapada junto a sus padres, permaneció toda la vida. Esperando que sucediera un milagro. En aquella casa, donde la siega y la trilla reunían a cuadrillas de peones venidos de mil lugares, el nacimiento de un varón era una bendición del cielo. La primera hija también fue bienvenida. Brazos para ayudar en la cocina, para dar salida a tanta ración como el alimento de los jornaleros requería.  La siguiente hembra, quiso el destino que fuera ella, ya solo era una boca más que alimentar. Una pequeña maldición en un contexto en el que sobrevivir no era sencillo. Por más que se esforzó, sus padres nunca vieron sentido a su existencia hasta el final de sus días. Por si ello no bastara, para colmo, a medida que los progenitores se fueron haciendo mayores, el inevitable cambio de punto de vista tampoco se detuvo en su persona. La llegada de una hermana, la última de los hijos del matrimonio, volvió a ser otra bendición. ¡Era la hija llamada a cuidarlos en la vejez! Lo que la convertía, al menos temporalmente, en objeto de especial atención. Ella, carente del sentido de la oportunidad que el destino le negó, quedó atrapada en esa zona neutra, sin, a los ojos de sus padres, utilidad alguna, aunque pudiera tenerla, sin merecer ni el cariño ni la atención de nadie. Si acaso, como evocaba muchos años después, el puntual afecto de su hermano mayor. La bala perdida que enlutó a su madre la privó de aquel único referente afectivo. Lo que la condenó a pugnar, durante el resto de su vida, por obtener un amor que sus padres no tenían intención de brindarle. Esa sentencia inapelable la obligó a vivir esperando lo que nunca llegó. Salvo, quizás, el fugaz hálito de ternura que su padre le regaló durante sus postreras semanas.